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Cien peliculas que me abrieron la cabeza - Nicolas AmelioOrtiz

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Un equilibrio perfecto, que por momentos nos muestra el costado más

delicado de la humanidad, y por momentos su lado más tenebroso. Es el

lienzo perfecto para una historia que explora al ser humano en su estado más

puro de maldad y de bondad.

Dos escenas del film que para mí representan el alma de The Shape of

Water se encuentran en la mitad y hacia el final de la película. La primera es

la del baño, en donde los dos amantes llenan el cuarto de agua y se sumergen

para tener una de las escenas de beso más apasionantes que se ha visto en

mucho tiempo. Y, mientras el agua se filtraba por los pisos de madera del

departamento y caía sobre las butacas del vacío cine de la planta baja, yo no

dejaba de preguntarme cómo carajo hicieron semejante belleza. ¿Habrán

armado todo en una pileta y lo filmaron? ¿Será todo hecho por computadora?

Supongo que en algún momento nos enteraremos; pero, sea como fuese, esos

planos en el baño inundado hasta el techo son de lo mejor que vi en todo el

cine de Del Toro —incluso diría que supera varios momentos de su obra

maestra, El laberinto del fauno (2006). Y después está secuencia en la que los

sueños de Eliza y la criatura se fusionan al ritmo de la canción «You’ll Never

Know», en una de las escenas musicales más conmovedoras de la historia del

cine.

Así, La forma del agua se consagró como una de mis películas favoritas

de la última década. Y, como ya dije, me la guardé para el final de este libro

por una razón personal, que comparto ahora. Allá en el paraíso europeo que es

Sitges, adentro del gigantesco cine del hotel Melia, y con el maestro Del Toro

en la misma sala que yo, tuve una experiencia única. Las lágrimas que

brotaban de mis ojos durante la escena musical de The shape… no eran sólo

por la emoción que me causaba la película. Los fotogramas de Del Toro se

empezaron a mezclar con mis propios recuerdos, y volví a tener dieciséis años

y volví a ver Vertigo. Y de ahí pasaba a la facultad, a las mesas del bar donde

nos sentamos mil veces con Monti a escribir El bosque de los sometidos.

Volví a aterrorizarme por primera vez con Leatherface y Norman Bates, y a

llorar con el final de Qué bello es vivir. Y en menos de un minuto tenía veinte

años, y me escapaba con mis amigos a ver ciclos de cine de culto en aquella

Buenos Aires después de medianoche. La sala de Sitges se convertía en la

sala del Malba, en la del Gaumont y la del San Martín, pero también se

convertía en la pantalla de mi computadora un solitario sábado a la noche.

Todos los rodajes y todos los amigos que hice gracias al cine empezaron a

fundirse en una laguna —ya no Negra sino clara— de indescriptible felicidad.

Y como si Del Toro hubiera hecho la película específicamente para que yo

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