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Héctor Carrasquero<br />
nuestros mismos ojos en el aire<br />
y<br />
viajan sobre la improvisada música.<br />
[ 126 ]<br />
*<br />
Acá “los pájaros” vuelven a aparecer simbolizando de alguna<br />
manera a la belleza o a la poesía, como los pavos reales de Wallace<br />
Stevens en el poema X o el colibrí que Sánchez Peláez y Rafael<br />
Cadenas miraban en demasía (Filiación oscura). Podríamos conjeturar<br />
aquí que estos pájaros son los versos o el poema mismo;<br />
resultan de nosotros, aun cuando no sean escritos por nosotros.<br />
Tanto al que escribe como al que lee, los versos —la poesía— lo<br />
toman, lo eligen como estas aves que “se nos acercan”. Vuelan “a<br />
los nidos altos”, habitaciones que no podemos alcanzar en nuestra<br />
condición de seres no voladores; manifiestan la pretensión de<br />
mostrarnos, de obsequiarnos una experiencia que, enmarcada en<br />
nuestra particular manera de percibir, de aprehender la realidad,<br />
se nos antoja o se nos impone ella misma como elevada. Viajan al<br />
ritmo de nuestro palpitar —“improvisada música”— y allá arriba<br />
“tienen nuestro corazón / sin corazón // nuestros mismos ojos en<br />
el aire”, con los que vemos, conocemos y sentimos, los que nos<br />
permiten entrar al poema y vislumbrar, por su gracia, la Poesía.<br />
“Un collar de nostalgia”; los versos cargan con su memoria<br />
propia y poseen su aroma particular, su tristeza y su belleza; pero<br />
también<br />
tienen nuestro corazón<br />
sin corazón<br />
nuestros mismos ojos en el aire<br />
La ruptura que se marca en el segundo de estos versos (la sangría<br />
comienza donde termina el verso anterior), es un llamado de<br />
atención. Ese “sin corazón”, a la primera lectura, parece referirse