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Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP

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298 LA EDAD DE ORO<br />

población sabía leer y escribir. La alfabetización efectuó grandes progresos, de<br />

forma nada desdeñable en los países revolucionarios bajo regímenes comunistas,<br />

cuyos logros en este sentido fueron impresionantes, aun cuando sus afirmaciones de<br />

que habían «eliminado» el analfabetismo en un plazo de una brevedad inverosímil<br />

pecasen a veces de optimistas. Pero, tanto si la alfabetización de las masas era<br />

general como no, la demanda de plazas de enseñanza secundaria y, sobre todo,<br />

superior se multiplicó a un ritmo extraordinario, al igual que la cantidad de gente que<br />

había cursado o estaba cursando esos estudios.<br />

Este estallido numérico se dejó sentir sobre todo en la enseñanza universitaria,<br />

hasta entonces tan poco corriente que era insignificante desde el punto de vista<br />

demográfico, excepto en los Estados Unidos. Antes de la segunda guerra mundial,<br />

Alemania, Francia y Gran Bretaña, tres de los países mayores, más desarrollados y<br />

cultos <strong>del</strong> mundo, con un total de 150 millones de habitantes, no tenían más de unos<br />

150. 000 estudiantes universitarios entre los tres, es decir, una décima parte <strong>del</strong> 1 por<br />

100 de su población conjunta. Pero ya a finales de los años ochenta los estudiantes se<br />

contaban por millones en Francia, la República Federal de Alemania, Italia, España y<br />

la URSS (limitándonos a países europeos), por no hablar de Brasil, la India, México,<br />

Filipinas y, por supuesto, los Estados Unidos, que habían sido los pioneros en la<br />

educación universitaria de masas. Para aquel entonces, en los países ambiciosos<br />

desde el punto de vista de la enseñanza, los estudiantes constituían más <strong>del</strong> 2, 5 por<br />

100 de la población total —hombres, mujeres y niños—, o incluso, en casos<br />

excepcionales, más <strong>del</strong> 3 por 100. No era insólito que el 20 por 100 de la población<br />

de edad comprendida entre los 20 y los 24 años estuviera recibiendo alguna forma de<br />

enseñanza formal. Hasta en los países más conservadores desde el punto de vista<br />

académico —Gran Bretaña y Suiza— la cifra había subido al 1, 5 por 100. Además,<br />

algunas de las mayores poblaciones estudiantiles se encontraban en países que<br />

distaban mucho de estar avanzados: Ecuador (3, 2 por 100), Filipinas (2, 7 por 100) o<br />

Perú (2 por 100).<br />

Todo esto no sólo fue algo nuevo, sino también repentino. «El hecho más<br />

llamativo <strong>del</strong> análisis de los estudiantes universitarios latinoamericanos de mediados<br />

de los años sesenta es que fuesen tan pocos» (Liebman, Walker y Glazer, 1972, p.<br />

35), escribieron en esa década unos investigadores norteamericanos, convencidos de<br />

que ello reflejaba el mo<strong>del</strong>o de educación superior europeo elitista al sur <strong>del</strong> río<br />

Grande. Y eso a pesar de que el número de estudiantes hubiese ido creciendo a razón<br />

de un 8 por 100 anual. En realidad, hasta los años sesenta no resultó innegable que<br />

los estudiantes se habían convertido, tanto a nivel político como social, en una fuerza<br />

mucho más importante que nunca, pues en 1968 las revueltas <strong>del</strong> radicalismo<br />

estudiantil hablaron más fuerte que las estadísticas, aunque a éstas ya no fuera<br />

posible ignorarlas. Entre 1960 y 1980, ciñéndonos a la cultivada Europa, lo típico fue<br />

que el número de estudiantes se triplicase o se cuadruplicase, menos en los casos en<br />

que se multiplicó por cuatro y cinco, como en la Alemania Federal,<br />

LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-1990 299<br />

Irlanda y Grecia; entre cinco y siete, como en Finlandia, Islandia, Suecia e Italia; y<br />

de siete a nueve veces, como en España y Noruega (Burloiu, 1983, pp. 62-63). A<br />

primera vista resulta curioso que, en conjunto, la fiebre universitaria fuera menos<br />

acusada en los países socialistas, pese a que éstos se enorgulleciesen de su política de<br />

educación de las masas, si bien el caso de la China de Mao es una aberración: el<br />

«gran timonel» suprimió la práctica totalidad de la enseñanza superior durante la<br />

revolución cultural (1966-1976). A medida que las dificultades <strong>del</strong> sistema socialista<br />

se fueron acrecentando en los años setenta y ochenta, estos países fueron quedando<br />

atrás con respecto a Occidente. Hungría y Checoslovaquia tenían un porcentaje de<br />

población en la enseñanza superior más reducido que el de la práctica totalidad de<br />

los demás estados europeos.<br />

¿Resulta tan extraño, si se mira con atención? Puede que no. El extraordinario<br />

crecimiento de la enseñanza superior, que, a principios de los ochenta, produjo por lo<br />

menos siete países con más de 100. 000 profesores universitarios, se debió a la<br />

demanda de los consumidores, a la que los sistemas socialistas no estaban preparados<br />

para responder. Era evidente para los planificadores y los gobiernos que la economía<br />

moderna exigía muchos más administradores, maestros y peritos técnicos que antes,<br />

y que a éstos había que formarlos en alguna parte; y las universidades o instituciones<br />

de enseñanza superior similares habían funcionado tradicionalmente como escuelas<br />

de formación de cargos públicos y de profesionales especializados. Pero mientras<br />

que esto, así como una tendencia a la democratización, justificaba una expansión<br />

sustancial de la enseñanza superior, la magnitud de la explosión estudiantil superó<br />

con mucho las previsiones racionales de los planificadores.<br />

De hecho, allí donde las familias podían escoger, corrían a meter a sus hijos en la<br />

enseñanza superior, porque era la mejor forma, con mucho, de conseguirles unos<br />

ingresos más elevados, pero, sobre todo, un nivel social más alto. De los estudiantes<br />

latinoamericanos entrevistados por investigadores estadounidenses a mediados de los<br />

años sesenta en varios países, entre un 79 y un 95 por 100 estaban convencidos de<br />

que el estudio los situaría en una clase social más alta antes de diez años. Sólo entre<br />

un 21 y un 38 por 100 creía que así conseguiría un nivel económico muy superior al<br />

de su familia (Liebman, Walker y Glazer, 1972). En realidad, era casi seguro que les<br />

proporcionaría unos ingresos superiores a los de los no universitarios y, en países con<br />

una enseñanza minoritaria, donde una licenciatura garantizaba un puesto en la<br />

maquinaria <strong>del</strong> estado y, por lo tanto, poder, influencia y extorsión económica, podía<br />

ser la clave para la auténtica riqueza. Por supuesto, la mayoría de los estudiantes<br />

procedía de familias más acomodadas que el término medio —de otro modo, ¿cómo<br />

habrían podido permitirse pagar a jóvenes adultos en edad de trabajar unos años de<br />

estudio?—, pero no necesariamente ricas. A menudo sus padres hacían auténticos<br />

sacrificios. El milagro educativo coreano, según se dice, se apoyó en los cadáveres de<br />

las vacas vendidas por modestos campesinos para conseguir que sus hijos engrosaran<br />

las

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