Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP
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448 EL DERRUMBAMIENTO<br />
El golpe de los oficiales radicales que revolucionó Portugal se gestó en la larga y<br />
frustradora guerra contra las guerrillas de liberación colonial de Africa, que el<br />
ejército portugués libraba desde principios de los años sesenta, aunque sin mayores<br />
problemas, excepto en la pequeña colonia de Guinea-Bissau, donde uno de los más<br />
capaces líderes de la liberación africana, Amílcar Cabral, combatió hasta llegar a una<br />
situación de impasse a finales de los años sesenta. Los movimientos guerrilleros<br />
africanos se multiplicaron en la década de los sesenta, a partir <strong>del</strong> conflicto <strong>del</strong><br />
Congo y <strong>del</strong> endurecimiento de la política de apartheid en Suráfrica (creación de<br />
homelands para los negros, matanza de Sharpeville), pero sin alcanzar éxitos<br />
significativos, y debilitados por las rivalidades intertribales y por las chinosoviéticas.<br />
A principios de los años setenta estos movimientos revivieron gracias a la<br />
creciente ayuda soviética —China estaba, entre tanto, ocupada con el absurdo<br />
cataclismo de la «gran revolución cultural» maoísta—, pero fue la revolución portuguesa<br />
la que permitió a sus colonias acceder finalmente a su independencia en 1975.<br />
(Mozambique y Angola se vieron pronto sumergidas en una guerra civil mucho más<br />
cruenta por la intervención conjunta de Suráfrica y de los Estados Unidos. )<br />
No obstante, mientras el imperio portugués se derrumbaba, una gran revolución<br />
estalló en el más antiguo de los países africanos independientes, la famélica Etiopía,<br />
donde el emperador fue derrocado (1974) y reemplazado por una junta militar de<br />
izquierda alineada con la Unión Soviética, que cambió entonces su punto de apoyo<br />
en esta zona, basado anteriormente en el dictador militar somalí Siad Barre (1969-<br />
1991), quien, por aquel entonces, pregonaba su entusiasmo por Marx y Lenin.<br />
Dentro de Etiopía el nuevo régimen fue contestado y derrocado en 1991 por<br />
movimientos de liberación regional o por movimientos de secesión de tendencia<br />
igualmente marxista.<br />
Estos cambios crearon una moda de regímenes dedicados, al menos sobre el<br />
papel, a la causa <strong>del</strong> socialismo. Dahomey se declaró república popular bajo el<br />
acostumbrado líder militar y cambió su nombre por el de Benín; la isla de<br />
Madagascar (Malagasy) declaró su compromiso con el socialismo en 1975, tras el<br />
golpe militar de rigor; el Congo (que no hay que confundir con su gigantesco vecino,<br />
el antiguo Congo belga, rebautizado Zaire, bajo el mando increíblemente rapaz de<br />
Mobutu, un militarista pro norteamericano) acentuó su carácter de república popular,<br />
también bajo los militares, y en Rodesia <strong>del</strong> Sur (Zimbabue) el intento de mantener<br />
durante once años un estado independiente gobernado por los blancos terminó en<br />
1976 bajo la creciente presión de dos movimientos guerrilleros, separados por su<br />
identidad tribal y por su orientación política (rusa y china, respectivamente). En 1980<br />
Zimbabue logró la independencia bajo uno de estos líderes guerrilleros.<br />
Aunque sobre el papel estos movimientos parecían ser de la vieja familia<br />
revolucionaria de 1917, pertenecían en realidad a un género muy distinto, lo que era<br />
inevitable dadas las diferencias existentes entre las sociedades para las que habían<br />
efectuado sus análisis Marx y Lenin, y las <strong>del</strong> Africa poscolonial subsahariana. El<br />
único país africano en el que se podían aplicar algu-<br />
EL TERCER MUNDO Y LA REVOLUCIÓN 449<br />
nas condiciones de esos análisis era el enclave capitalista económica e industrialmente<br />
desarrollado de Suráfrica, donde surgió un genuino movimiento de masas<br />
de liberación nacional que rebasaba las fronteras tribales y raciales —el Congreso<br />
Nacional Africano— con la ayuda de la organización de un verdadero movimiento<br />
sindical de masas y de un Partido Comunista eficaz. Una vez acabada la guerra fría<br />
hasta el régimen de apartheid se vio obligado a batirse en retirada. De todas maneras,<br />
incluso aquí, el movimiento era mucho más fuerte en unas tribus que en otras (por<br />
ejemplo, los zulús), situación que el régimen <strong>del</strong> apartheid supo explotar. En todos<br />
los demás lugares, salvo para los pequeños núcleos de intelectuales urbanos<br />
occidentalizados, las movilizaciones «nacionales» o de otro tipo se basaban<br />
esencialmente en alianzas o lealtades tribales, una situación que permitía a los<br />
imperialistas movilizar a otras tribus contra los nuevos regímenes, como sucedió en<br />
Angola. La única importancia que el marxismo-leninismo tenía para estos países era<br />
la de proporcionarles una receta para formar partidos de cuadros disciplinados y<br />
gobiernos autoritarios.<br />
La retirada estadounidense de Indochina reforzó el avance <strong>del</strong> comunismo. Todo<br />
Vietnam estaba ahora bajo un gobierno comunista y gobiernos similares tomaron el<br />
poder en Laos y Camboya, en este último caso bajo el liderato <strong>del</strong> partido de los<br />
«jemeres rojos», una mortífera combinación <strong>del</strong> maoísmo de café parisino de su líder<br />
Pol Pot (1925) con un campesinado armado dispuesto a destruir la degenerada<br />
civilización de las ciudades. El nuevo régimen asesinó a sus ciudadanos en<br />
cantidades desmesuradas aun para los estándares de nuestro <strong>siglo</strong> —no mucho menos<br />
<strong>del</strong> 20 por 100 de la población— hasta que fue apartado <strong>del</strong> poder por una invasión<br />
vietnamita que restauró un gobierno humanitario en 1978. Después de esto —en uno<br />
de los episodios diplomáticos más deprimentes— tanto China como el bloque de los<br />
Estados Unidos siguieron apoyando los restos <strong>del</strong> régimen de Pol Pot en virtud de su<br />
postura antisoviética y antivietnamita.<br />
El final de los años setenta vio cómo la oleada revolucionaria apuntaba<br />
directamente a los Estados Unidos, cuando Centroamérica y el Caribe, zonas de<br />
dominación incuestionable de Washington, parecieron virar a la izquierda. Ni la<br />
revolución nicaragüense de 1979, que derrocó a la familia Somoza, punto de apoyo<br />
para el control estadounidense de las pequeñas repúblicas de la región, ni el creciente<br />
movimiento guerrillero en El Salvador, ni siquiera el problemático general Torrijos,<br />
asentado junto al canal de Panamá, amenazaban seriamente la dominación<br />
estadounidense, como no lo había hecho la revolución cubana. Y mucho menos la<br />
revolución de la minúscula isla de Granada en 1983 contra la cual el presidente<br />
Reagan movilizó todo su poder armado. Y, sin embargo, el éxito de estos<br />
movimientos contrastaba llamativamente con su fracaso en los años sesenta, lo que<br />
creó un ambiente cercano a la histeria en Washington durante el período <strong>del</strong><br />
presidente Reagan (1980-1988). Estos eran sin duda fenómenos revolucionarios, si<br />
bien de un tipo peculiar en América Latina; su mayor novedad, que confundiría y<br />
molestaría a quienes pertenecían a la vieja tradición de la izquierda, básicamente<br />
secu-