Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP
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330 LA EDAD DE ORO<br />
comenzó por aquel entonces, se basaba en las concentraciones urbanas de muchachas<br />
relativamente bien pagadas en las cada vez más numerosas tiendas y oficinas, que a<br />
menudo tenían más dinero para gastos que los chicos, y dedicaban entonces<br />
cantidades menores a gastos tradicionalmente masculinos como la cerveza y el<br />
tabaco. El boom «mostró su fuerza primero en el mercado de artículos propios de<br />
muchachas adolescentes, como blusas, faldas, cosméticos y discos» (Alien, 1968, pp.<br />
62-63), por no hablar de los conciertos de música pop, cuyo público más visible, y<br />
audible, eran ellas. El poder <strong>del</strong> dinero de los jóvenes puede medirse por las ventas<br />
de discos en los Estados Unidos, que subieron de 277 millones en 1955, cuando hizo<br />
su aparición el rock, a 600 millones en 1959 y a 2. 000 millones en 1973 (Hobsbawm,<br />
1993, p. XIX). En los Estados Unidos, cada miembro <strong>del</strong> grupo de edad<br />
comprendido entre los cinco y los diecinueve años se gastó por lo menos cinco veces<br />
más en discos en 1970 que en 1955. Cuanto más rico el país, mayor el negocio<br />
discográfico: los jóvenes de los Estados Unidos, Suecia, Alemania Federal, los<br />
Países Bajos y Gran Bretaña gastaban entre siete y diez veces más por cabeza que los<br />
de países más pobres pero en rápido desarrollo como Italia y España.<br />
Su poder adquisitivo facilitó a los jóvenes el descubrimiento de señas materiales<br />
o culturales de identidad. Sin embargo, lo que definió los contornos de esa identidad<br />
fue el enorme abismo histórico que separaba a las generaciones nacidas antes de,<br />
digamos, 1925 y las nacidas después, digamos, de 1950; un abismo mucho mayor<br />
que el que antes existía entre padres e hijos. La mayoría de los padres de<br />
adolescentes adquirió plena conciencia de ello durante o después de los años sesenta.<br />
Los jóvenes vivían en sociedades divorciadas de su pasado, ya fuesen transformadas<br />
por la revolución, como China, Yugoslavia o Egipto; por la conquista y la ocupación,<br />
como Alemania y Japón; o por la liberación <strong>del</strong> colonialismo. No se acordaban de la<br />
época de antes <strong>del</strong> diluvio. Con la posible y única excepción de la experiencia compartida<br />
de una gran guerra nacional, como la que unió durante algún tiempo a<br />
jóvenes y mayores en Rusia y en Gran Bretaña, no tenían forma alguna de entender<br />
lo que sus mayores habían experimentado o sentido, ni siquiera cuando éstos estaban<br />
dispuestos a hablar <strong>del</strong> pasado, algo que no acostumbraba a hacer la mayoría de<br />
alemanes, japoneses y franceses. ¿Cómo podía un joven indio, para quien el<br />
Congreso era el gobierno o una maquinaria política, comprender a alguien para quien<br />
éste había sido la expresión de una lucha de liberación nacional? ¿Cómo podían ni<br />
siquiera los jóvenes y brillantes economistas indios que conquistaron las facultades<br />
de economía <strong>del</strong> mundo entero llegar a entender a sus maestros, para quienes el<br />
colmo de la ambición, en la época colonial, había sido simplemente llegar a ser «tan<br />
buenos como» el mo<strong>del</strong>o de la metrópoli?<br />
La edad de oro ensanchó este abismo, por lo menos hasta los años setenta. ¿Cómo<br />
era posible que los chicos y chicas que crecieron en una época de pleno empleo<br />
entendiesen la experiencia de los años treinta, o viceversa, que una generación mayor<br />
entendiese a una juventud para la que un empleo no<br />
LA REVOLUCIÓN CULTURAL 331<br />
era un puerto seguro después de la tempestad, sino algo que podía conseguirse en<br />
cualquier momento y abandonarse siempre que a uno le vinieran ganas de irse a<br />
pasar unos cuantos meses al Nepal? Esta versión <strong>del</strong> abismo generacional no se<br />
circunscribía a los países industrializados, pues el drástico declive <strong>del</strong> campesinado<br />
produjo brechas similares entre las generaciones rurales y ex rurales, manuales y<br />
mecanizadas. Los profesores de historia franceses, educados en una Francia en donde<br />
todos los niños venían <strong>del</strong> campo o pasaban las vacaciones en él, descubrieron en los<br />
años setenta que tenían que explicar a los estudiantes lo que hacían las pastoras y qué<br />
aspecto tenía un patio de granja con su montón de estiércol. Más aún, el abismo<br />
generacional afectó incluso a aquellos —la mayoría de los habitantes <strong>del</strong> mundo—<br />
que habían quedado al margen de los grandes acontecimientos políticos <strong>del</strong> <strong>siglo</strong>, o<br />
que no se habían formado una opinión acerca de ellos, salvo en la medida en que<br />
afectasen su vida privada.<br />
Pero hubiese quedado o no al margen de estos acontecimientos, la mayoría de la<br />
población mundial era más joven que nunca. En los países <strong>del</strong> tercer mundo donde<br />
todavía no se había producido la transición de unos índices de natalidad altos a otros<br />
más bajos, era probable que entre dos quintas partes y la mitad de los habitantes<br />
tuvieran menos de catorce años. Por fuertes que fueran los lazos de familia, por<br />
poderosa que fuese la red de la tradición que los rodeaba, no podía dejar de haber un<br />
inmenso abismo entre su concepción de la vida, sus experiencias y sus expectativas y<br />
las de las generaciones mayores. Los exiliados políticos surafricanos que regresaron<br />
a su país a principios de los años noventa tenían una percepción de lo que significaba<br />
luchar por el Congreso Nacional Africano diferente de la de los jóvenes «camaradas»<br />
que hacían ondear la misma bandera en los guetos africanos. Y ¿cómo podía<br />
interpretar a Nelson Man<strong>del</strong>a la mayoría de la gente de Soweto, nacida mucho<br />
después de que éste ingresara en prisión, sino como un símbolo o una imagen? En<br />
muchos aspectos, el abismo generacional era mayor en países como estos que en<br />
Occidente, donde la existencia de instituciones permanentes y de continuidad política<br />
unía a jóvenes y mayores.<br />
III<br />
La cultura juvenil se convirtió en la matriz de la revolución cultural en el sentido<br />
más amplio de una revolución en el comportamiento y las costumbres, en el modo de<br />
disponer <strong>del</strong> ocio y en las artes comerciales, que pasaron a configurar cada vez más<br />
el ambiente que respiraban los hombres y mujeres urbanos. Dos de sus características<br />
son importantes: era populista e iconoclasta, sobre todo en el terreno <strong>del</strong><br />
comportamiento individual, en el que todo el mundo tenía que «ir a lo suyo» con las<br />
menores injerencias posibles, aunque en la práctica la presión de los congéneres y la<br />
moda impusieran la misma uniformidad que antes, por lo menos dentro de los grupos<br />
de congéneres y de las subculturas.