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Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP

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368 LA EDAD DE ORO<br />

Puede que sea significativo que, en este caso concreto, extraordinariamente bien<br />

estudiado, los emigrantes rara vez se convirtieron en obreros, sino que prefirieron<br />

integrarse en la gran red de la «economía informal» <strong>del</strong> tercer mundo como pequeños<br />

comerciantes. Y es que el cambio principal en la sociedad <strong>del</strong> tercer mundo<br />

seguramente haya sido el que llevó a cabo la nueva y creciente clase media y media<br />

baja de inmigrantes, que se dedicaba a ganar dinero mediante una o, más<br />

probablemente, de varias actividades distintas, y cuya principal forma de vida —<br />

sobre todo en los países más pobres— era la economía informal que quedaba fuera<br />

de las estadísticas oficiales.<br />

Así pues, en un momento dado <strong>del</strong> último tercio <strong>del</strong> <strong>siglo</strong>, el ancho foso que<br />

separaba las reducidas minorías gobernantes modernizadoras u occidentalizadas de<br />

los países <strong>del</strong> tercer mundo de la masa de la población empezó a colmarse gracias a<br />

la transformación general de la sociedad. Aún no sabemos cómo ni cuándo ocurrió,<br />

ni qué nuevas percepciones creó esta transformación, ya que la mayoría de estos<br />

países carecían de los servicios estadísticos gubernamentales adecuados, o de los<br />

mecanismos necesarios para efectuar estudios de mercado o de opinión, o de<br />

departamentos universitarios de ciencias sociales con estudiantes de doctorado a los<br />

que mantener ocupados. En cualquier caso, lo que sucede en las comunidades de<br />

base siempre es difícil de descubrir, incluso en los países más documentados, hasta<br />

que ya ha sucedido, lo cual explica por qué las etapas iniciales de las nuevas modas<br />

sociales y culturales entre los jóvenes resultan imprevisibles, imprevistas y a menudo<br />

irreconocibles incluso para quienes viven a costa de ellas, como quienes se dedican a<br />

la industria de la cultura popular, e incluso para la generación de sus padres. Pero<br />

estaba claro que algo se movía en las ciudades <strong>del</strong> tercer mundo por debajo de la<br />

conciencia de las elites, incluso en un país en apariencia tan estancado como el<br />

antiguo Congo belga (el actual Zaire), porque ¿cómo, si no, podemos explicar que la<br />

clase de música popular que se desarrolló ahí en los abúlicos años cincuenta se<br />

convirtiese en la más influyente de Africa en los años sesenta y setenta? (Manuel,<br />

1988, pp. 86 y 97-101). O, en este mismo terreno, ¿cómo explicar el auge de la<br />

concienciación política que obliga a los belgas a entregar al Congo la independencia<br />

en 1960, prácticamente de la noche a la mañana, aunque hasta entonces esta colonia,<br />

tan hostil a la educación de los nativos como a sus actividades políticas, les parecía a<br />

la mayoría de los observadores «probable que permaneciese tan cerrada al resto <strong>del</strong><br />

mundo como Japón antes de la restauración Meiji»? (Calvocoressi, 1989, p. 377).<br />

Fuesen cuales fuesen los movimientos de los años cincuenta, llegados los sesenta<br />

y los setenta, los indicios de una importante transformación social eran ya visibles en<br />

el hemisferio occidental, e innegables en el mundo islámico y en los países<br />

principales <strong>del</strong> sur y <strong>del</strong> sureste asiático. Paradójicamente, es probable que el lugar<br />

donde resultasen menos visibles fuese la zona <strong>del</strong> mundo socialista correspondiente<br />

al tercer mundo, por ejemplo el Asia central soviética y el Cáucaso. Y es que no<br />

suele reconocerse que la revolución comunista fue un mecanismo de conservación<br />

que, si bien se pro-<br />

EL TERCER MUNDO 369<br />

ponía transformar una serie de aspectos de la vida de la gente —el poder <strong>del</strong> estado,<br />

las relaciones de propiedad, la estructura económica y otros similares—, congeló<br />

otros en su forma prerrevolucionaria, o, en todo caso, los protegió contra los cambios<br />

subversivos y continuos de las sociedades capitalistas. En cualquier caso, su arma<br />

más fuerte, el simple poder <strong>del</strong> estado, fue menos eficaz a la hora de transformar el<br />

comportamiento humano de lo que tanto a la retórica positiva sobre el «nuevo<br />

hombre socialista» como a la retórica negativa sobre el «totalitarismo» les gustaría<br />

creer. Los uzbecos y los tadjiks que vivían al norte de la frontera afgano-soviética<br />

estaban más alfabetizados y secularizados y vivían mejor que sus vecinos <strong>del</strong> sur,<br />

pero es probable que sus formas de vida no fuesen tan diferentes como se podría<br />

creer al cabo de sesenta años de socialismo. Las venganzas de sangre seguramente no<br />

preocupaban demasiado a las autoridades <strong>del</strong> Cáucaso desde los años treinta (aunque<br />

durante la colectivización, la muerte accidental de un hombre por culpa de una<br />

trilladora en un koljós dio lugar a una venganza que pasó a los anales de la<br />

jurisprudencia soviética), pero a principios de los años noventa los observadores<br />

alertaron acerca <strong>del</strong> «peligro de autoexterminio nacional [en Chechenia], ya que la<br />

mayoría de las familias chechenas se había visto involucrada en venganzas<br />

personales» (Trofimov y Djangava, 1993).<br />

Las consecuencias culturales de esta transformación social son algo a lo que<br />

tendrán que enfrentarse los historiadores. Aquí no podemos examinarlas, aunque está<br />

claro que, incluso en sociedades muy tradicionales, los sistemas de obligaciones<br />

mutuas y de costumbres sufrieron tensiones cada vez mayores. «La familia extensa<br />

en Ghana —decía un observador— funciona bajo una presión inmensa. Al igual que<br />

un puente que ha soportado demasiado tráfico de alta velocidad durante demasiado<br />

tiempo, sus cimientos se resquebrajan... A los ancianos <strong>del</strong> campo y a los jóvenes de<br />

la ciudad los separan cientos de kilómetros de malas carreteras y <strong>siglo</strong>s de<br />

desarrollo» (Harden, 1990, p. 67).<br />

Políticamente es más fácil evaluar sus consecuencias paradójicas. Y es que, con la<br />

irrupción en masa de esta población, o por lo menos de los jóvenes y de los<br />

habitantes de la ciudad, en el mundo moderno, se desafiaba el monopolio de las<br />

reducidas elites occidentalizadas que configuraron la primera generación de la<br />

historia poscolonial, y con él, los programas, las ideologías, el propio vocabulario y<br />

la sintaxis <strong>del</strong> discurso público, sobre los que se asentaban los nuevos estados.<br />

Porque las nuevas masas urbanas y urbanizadas, incluso la nueva y enorme clase<br />

media, por cultas que fuesen, no eran y, por su mismo número, no podían ser la vieja<br />

elite, cuyos miembros sabían estar a la altura de los colonizadores o de sus<br />

condiscípulos de universidades de Europa y Norteamérica. A menudo —algo que<br />

resulta muy evidente en el sur de Asia— la gente se sentía resentida con ellos. En<br />

cualquier caso, la gran masa de los pobres no compartía su fe en las aspiraciones<br />

occidentales decimonónicas de progreso secular. En los países musulmanes<br />

occidentales, el conflicto entre los antiguos dirigentes seculares y la nueva<br />

democracia islá-

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