Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP
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342 LA EDAD DE ORO<br />
esos países, por lo menos hasta los años noventa (de ahí la fórmula «la sociedad de<br />
los dos tercios», inventada en esa década por un angustiado político socialdemócrata<br />
alemán, Peter Glotz). Básicamente, los «subclase» subsistían gracias a la vivienda<br />
pública y a los programas de bienestar social, aunque de vez en cuando<br />
complementasen sus ingresos con escapadas a la economía sumergida o<br />
semisumergida o al mundo <strong>del</strong> «crimen», es decir, a las áreas de la economía adonde<br />
no llegaban los sistemas fiscales <strong>del</strong> gobierno. Sin embargo, dado que este era el<br />
nivel social en donde la cohesión familiar se había desintegrado por completo,<br />
incluso sus incursiones en la economía informal, legales o no, eran marginales e<br />
inestables, porque, como demostraron el tercer mundo y sus nuevas masas de<br />
inmigrantes hacia los países <strong>del</strong> norte, incluso la economía oficial de los barrios de<br />
chabolas y de los inmigrantes ilegales sólo funciona bien si existen redes de<br />
parentesco.<br />
Los sectores pobres de la población nativa de color de los Estados Unidos, es<br />
decir, la mayoría de los negros norteamericanos, 9 se convirtieron en el paradigma de<br />
los «subclase»: un colectivo de ciudadanos prácticamente excluido de la sociedad<br />
oficial, sin formar parte de la misma o —en el caso de muchos de sus jóvenes<br />
varones— <strong>del</strong> mercado laboral. De hecho, muchos de estos jóvenes, sobre todo los<br />
varones, se consideraban prácticamente como una sociedad de forajidos o una<br />
antisociedad. El fenómeno no era exclusivo de la gente de un determinado color, sino<br />
que, con la decadencia y caída de las industrias que empleaban mano de obra<br />
abundante en los <strong>siglo</strong>s XIX y <strong>XX</strong>, los «subclase» hicieron su aparición en una serie<br />
de países. Pero en las viviendas construidas por autoridades públicas socialmente responsables<br />
para todos los que no podían permitirse pagar alquileres a precios de<br />
mercado o comprar su propia casa, y que ahora habitaban los «subclase», tampoco<br />
había comunidades, y bien poca asistencia mutua familiar. Hasta el «espíritu de<br />
vecindad», la última reliquia de la comunidad, sobrevivía a duras penas al miedo<br />
universal, por lo común a los adolescentes incontrolados, armados con frecuencia<br />
cada vez mayor, que acechaban en esas junglas hobbesianas.<br />
Sólo en las zonas <strong>del</strong> mundo que todavía no habían entrado en el universo en que<br />
los seres humanos vivían unos junto a otros pero no como seres sociales, sobrevivían<br />
en cierta medida las comunidades y, con ellas el orden social, aunque un orden, para<br />
la mayoría, de una pobreza desoladora. ¿Quién podía hablar de una minoría<br />
«subclase» en un país como Brasil, donde, a mediados de los años ochenta, el 20 por<br />
100 más rico de la población percibía más <strong>del</strong> 60 por 100 de la renta nacional,<br />
mientras que el 40 por 100 de<br />
9. La etiqueta que suele preferirse en la actualidad es la de «afroamericanos». Sin embargo, estos nombres<br />
cambian —a lo largo de la vida de este autor se han producido varios cambios de este tipo («personas de color»,<br />
«negros») — y seguirán cambiando. Utilizo el vocablo que han utilizado durante más tiempo que ningún otro<br />
quienes querían mostrar respeto por los descendientes americanos de esclavos africanos.<br />
LA REVOLUCIÓN CULTURAL 343<br />
los más pobres percibía el 10 por 100 o menos? (UN World Social Situation, 1984, p.<br />
84). Era, en general, una existencia de desigualdad tanto social como económica.<br />
Pero, para la mayoría, carecía de la inseguridad propia de la vida urbana en las<br />
sociedades «desarrolladas», cuyos antiguos mo<strong>del</strong>os de comportamiento habían sido<br />
desmantelados y sustituidos por un vacío de incertidumbre. La triste paradoja <strong>del</strong><br />
presente fin de <strong>siglo</strong> es que, de acuerdo con todos los criterios conmensurables de<br />
bienestar y estabilidad social, vivir en Irlanda <strong>del</strong> Norte, un lugar socialmente<br />
retrógrado pero estructurado tradicionalmente, en el paro y después de veinte años<br />
ininterrumpidos de algo parecido a una guerra civil, es mejor y más seguro que vivir<br />
en la mayoría de las grandes ciudades <strong>del</strong> Reino Unido.<br />
El drama <strong>del</strong> hundimiento de tradiciones y valores no radicaba tanto en los<br />
inconvenientes materiales de prescindir de los servicios sociales y personales que<br />
antes proporcionaban la familia y la comunidad, porque éstos se podían sustituir en<br />
los prósperos estados <strong>del</strong> bienestar, aunque no en las zonas pobres <strong>del</strong> mundo, donde<br />
la gran mayoría de la humanidad seguía contando con bien poco, salvo la familia, el<br />
patronazgo y la asistencia mutua (para el sector socialista <strong>del</strong> mundo, véanse los<br />
capítulos XIII y XVI); radicaba en la desintegración tanto <strong>del</strong> antiguo código de<br />
valores como de las costumbres y usos que regían el comportamiento humano, una<br />
pérdida sensible, reflejada en el auge de lo que se ha dado en llamar (una vez más, en<br />
los Estados Unidos, donde el fenómeno resultó apreciable a partir de finales de los<br />
años sesenta) «políticas de identidad», por lo general de tipo étnico/nacional o<br />
religioso, y de movimientos nostálgicos extremistas que desean recuperar un pasado<br />
hipotético sin problemas de orden ni de seguridad. Estos movimientos eran llamadas<br />
de auxilio más que portadores de programas; llamamientos en pro de una<br />
«comunidad» a la que pertenecer en un mundo anómico; de una familia a la que<br />
pertenecer en un mundo de aislamiento social; de un refugio en la selva. Todos los<br />
observadores realistas y la mayoría de los gobiernos sabían que la <strong>del</strong>incuencia no<br />
disminuía con la ejecución de los criminales o con el poder disuasorio de largas<br />
penas de reclusión, pero todos los políticos eran conscientes de la enorme fuerza que<br />
tenía, con su carga emotiva, racional o no, la demanda por parte de los ciudadanos de<br />
que se castigase a los antisociales.<br />
Estos eran los riesgos políticos <strong>del</strong> desgarramiento y la ruptura de los antiguos<br />
sistemas de valores y de los tejidos sociales. Sin embargo, a medida que fueron<br />
avanzando los años ochenta, por lo general bajo la bandera de la soberanía <strong>del</strong><br />
mercado puro, se hizo cada vez más patente que también esta ruptura ponía en<br />
peligro la triunfante economía capitalista.<br />
Y es que el sistema capitalista, pese a cimentarse en las operaciones <strong>del</strong> mercado,<br />
se basaba también en una serie de tendencias que no estaban intrínsecamente<br />
relacionadas con el afán de beneficio personal que, según Adam Smith, alimentaba<br />
su motor. Se basaba en «el hábito <strong>del</strong> trabajo», que Adam Smith dio por sentado que<br />
era uno de los móviles esenciales de la conducta humana; en la disposición <strong>del</strong> ser<br />
humano a posponer durante