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Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP

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466 EL DERRUMBAMIENTO<br />

Esto le llevó, en contra de los consejos escépticos y realistas de otros dirigentes<br />

comunistas, a realizar una llamada a los intelectuales de la vieja elite para que<br />

contribuyeran libremente con sus aportaciones a la campaña de las «cien flores»<br />

(1956-1957), dando por sentado que la revolución, o quizás él mismo, ya habrían<br />

transformado a esas alturas a los intelectuales. («Dejad que florezcan cien flores,<br />

dejad que contiendan cien escuelas de pensamiento. ») Cuando, como ya habían<br />

previsto camaradas menos inspirados, esta explosión de libre pensamiento mostró la<br />

ausencia de un unánime entusiasmo por el nuevo orden, Mao vio confirmada su<br />

instintiva desconfianza hacia los intelectuales. Ésta iba a encontrar su expresión más<br />

espectacular en los diez años de la «gran revolución cultural», en que prácticamente<br />

se paralizó la educación superior y los intelectuales fueron regenerados en masa<br />

realizando trabajos físicos obligatorios en el campo. 4 No obstante, la confianza de<br />

Mao en los campesinos, a quienes se encargó que resolvieran todos los problemas de<br />

la producción durante el gran salto bajo el principio de «dejad que todas las escuelas<br />

[de experiencia local] contiendan», se mantuvo incólume. Porque —y este es otro<br />

aspecto <strong>del</strong> pensamiento de Mao que encontró apoyo en sus lecturas sobre dialéctica<br />

marxista— Mao estaba convencido de la importancia de la lucha, <strong>del</strong> conflicto y de<br />

la tensión como algo que no solamente era esencial para la vida, sino que evitaría la<br />

recaída en las debilidades de la vieja sociedad china, cuya insistencia en la<br />

permanencia y en la armonía inmutables había sido su mayor flaqueza. La<br />

revolución, el propio comunismo, sólo podían salvarse de la degeneración<br />

inmovilista mediante una lucha constantemente renovada. La revolución no podía<br />

terminar nunca. La peculiaridad de la política maoísta estribaba en que era «al mismo<br />

tiempo una forma extrema de occidentalización y una revisión parcial de los mo<strong>del</strong>os<br />

tradicionales», en los que se apoyaba de hecho, ya que el viejo imperio chino se<br />

caracterizaba (al menos en los períodos en que el poder <strong>del</strong> emperador era fuerte y<br />

seguro, y gozaba por tanto de legitimidad) por la autocracia <strong>del</strong> gobernante y la<br />

aquiescencia y obediencia de los súbditos (Hu, 1966, p. 241). El solo hecho de que el<br />

84 por 100 de los pequeños propietarios campesinos hubiera aceptado pacíficamente<br />

la colectivización en menos de un año (1956), sin que hubiera, a primera vista,<br />

ninguna de las consecuencias de la colectivización soviética, habla por sí mismo. La<br />

industrialización, siguiendo el mo<strong>del</strong>o soviético basado en la industria pesada, era la<br />

prioridad incondicional. Los criminales disparates <strong>del</strong> gran salto se debieron en<br />

primer lugar a la convicción, que el régimen chino compartía con el soviético, de que<br />

la agricultura debía aprovisionar a la industrialización y<br />

4. En 1970, el número total de estudiantes en todas las «instituciones de enseñanza superior» de China era<br />

de 48. 000; en las escuelas técnicas (1969). 23. 000; y en las escuelas de formación de profesorado (1969), 15.<br />

000. La ausencia de cualquier dato sobre posgraduados sugiere que no había dotación alguna para ellos. En 1970<br />

un total de 4. 260 jóvenes comenzaron estudios de ciencias naturales en las instituciones de enseñanza superior, y<br />

un total de 90 comenzaron estudios de ciencias sociales. Esto en un país que en esos momentos contaba con 830<br />

millones de personas (Estadísticas de China, cuadros T17. 4, T17. 8 y T17. 10).<br />

EL FINAL DEL SOCIALISMO 467<br />

mantenerse a la vez a sí misma sin desviar recursos de la inversión industrial a la agrícola.<br />

En esencia, esto significó sustituir incentivos «morales» por «materiales», lo que se<br />

tradujo, en la práctica, por reemplazar con la casi ilimitada cantidad de fuerza humana<br />

disponible en China la tecnología que no se tenía. Al mismo tiempo, el campo seguía<br />

siendo la base <strong>del</strong> sistema de Mao, como lo había sido durante la época guerrillera, y, a<br />

diferencia de la Unión Soviética, el mo<strong>del</strong>o <strong>del</strong> gran salto también lo convirtió en el lugar<br />

preferido para la industrialización. Al contrario que la Unión Soviética, la China de Mao<br />

no experimentó un proceso de urbanización masiva. No fue hasta los años ochenta cuando<br />

la población rural china bajó <strong>del</strong> 80 por 100. Pese a lo mucho que nos pueda impresionar<br />

el relato de veinte años de maoísmo, que combinan la inhumanidad y el oscurantismo con<br />

los absurdos surrealistas de las pretensiones hechas en nombre de los pensamientos <strong>del</strong><br />

líder divino, no debemos olvidar que, comparado con los niveles de pobreza <strong>del</strong> tercer<br />

mundo, el pueblo chino no iba mal. Al final de la era de Mao, el consumo medio de<br />

alimentos (en calorías) de un chino estaba un poco por encima de la media de todos los<br />

países, por encima de 14 países americanos, de 38 africanos y justo en la media de los<br />

asiáticos; es decir, muy por encima de los países <strong>del</strong> sur y sureste de Asia, salvo Malaysia<br />

y Singapur (Taylor y Jodice, 1986, cuadro 4. 4). La esperanza media de vida al nacer<br />

subió de 35 años en 1949 a 68 en 1982, a causa, sobre todo, de un espectacular y casi<br />

continuo (con la excepción de los años <strong>del</strong> hambre) descenso <strong>del</strong> índice de mortalidad<br />

(Liu, 1986, pp. 323-324). Puesto que la población china, incluso tomando en cuenta la<br />

gran hambruna, creció de unos 540 a casi 950 millones entre 1949 y la muerte de Mao,<br />

es evidente que la economía consiguió alimentarlos —un poco por encima <strong>del</strong> nivel de<br />

principios de los cincuenta—, a la vez que mejoró ligeramente el suministro de ropa<br />

(Estadísticas de China, cuadro T15. 1). La educación, incluso en los niveles elementales,<br />

padeció tanto por el hambre, que rebajó la asistencia en 25 millones, como por la revolución<br />

cultural, que la redujo en 15 millones. No obstante, no se puede negar que al morir Mao el<br />

número de niños que acudían a la escuela primaria era seis veces mayor que en el<br />

momento en que llegó al poder; o sea, un 96 por 100 de niños escolarizados, comparado<br />

con menos <strong>del</strong> 50 por 100 incluso en 1952. Es verdad que hasta en 1987 más de una cuarta<br />

parte de la población mayor de 12 años era analfabeta o «semianalfabeta» (entre las<br />

mujeres este porcentaje llegaba al 38 por 100), pero no debemos olvidar que la<br />

alfabetización en chino es muy difícil, y que sólo una muy pequeña parte <strong>del</strong> 34 por 100<br />

que había nacido antes de 1949 podía esperarse que la hubiese adquirido plenamente<br />

(Estadísticas de China, pp. 69, 70-72 y 695). En resumen, aunque los logros <strong>del</strong> período<br />

maoísta puedan no haber impresionado a los observadores occidentales escépticos —hubo<br />

muchos que carecieron de escepticismo—, habrían impresionado a observadores de la<br />

India o de Indonesia, y no debieron parecerles decepcionantes al 80 por 100 de habitantes<br />

de la China rural, aislados <strong>del</strong> mundo, y cuyas expectativas eran las mismas que las de<br />

sus padres.

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