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Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP

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308 LA EDAD DE ORO<br />

caria. Los hijos de los obreros no esperaban ir, y rara vez iban, a la universidad. La<br />

mayoría ni siquiera esperaba ir a la escuela secundaria una vez llegados a la edad<br />

límite de escolarización obligatoria (normalmente, catorce años). En la Holanda de<br />

antes de la guerra, sólo el 4 por 100 de los muchachos de entre diez y diecinueve<br />

años iba a escuelas secundarias después de alcanzar esa edad, y en la Suecia y la<br />

Dinamarca democráticas la proporción era aún más reducida. Los obreros vivían de<br />

un modo diferente a los demás, con expectativas vitales diferentes, y en lugares<br />

distintos. Como dijo uno de sus primeros hijos educados en la universidad (en Gran<br />

Bretaña) en los años cincuenta, cuando esta segregación todavía era evidente: «esa<br />

gente tiene su propio tipo de vivienda... sus viviendas suelen ser de alquiler, no de<br />

propiedad» (Hoggart, 1958, p. 8). 9<br />

Los unía, por último, el elemento fundamental de sus vidas: la colectividad, el<br />

predominio <strong>del</strong> «nosotros» sobre el «yo». Lo que proporcionaba a los movimientos y<br />

partidos obreros su fuerza era la convicción justificada de los trabajadores de que la<br />

gente como ellos no podía mejorar su situación mediante la actuación individual,<br />

sino sólo mediante la actuación colectiva, preferiblemente a través de organizaciones,<br />

en programas de asistencia mutua, huelgas o votaciones, y a la vez, que el número y<br />

la peculiar situación de los trabajadores manuales asalariados ponía a su alcance la<br />

actuación colectiva. Allí donde los trabajadores veían vías de escape individual fuera<br />

de su clase, como en los Estados Unidos, su conciencia de clase, aunque no estuviera<br />

totalmente ausente, era un rasgo menos definitorio de su identidad. Pero el<br />

«nosotros» dominaba al «yo» no sólo por razones instrumentales, sino porque —con<br />

la importante y a menudo trágica excepción <strong>del</strong> ama de casa de clase trabajadora,<br />

prisionera tras las cuatro paredes de su casa— la vida de la clase trabajadora tenía<br />

que ser en gran parte pública, por culpa de lo inadecuado de los espacios privados. E<br />

incluso las amas de casa participaban en la vida pública <strong>del</strong> mercado, la calle y los<br />

parques vecinos. Los niños tenían que jugar en la calle o en el parque. Los jóvenes<br />

tenían que bailar y cortejarse en público. Los hombres hacían vida social en «locales<br />

públicos». Hasta la introducción de la radio, que transformó la vida de las mujeres de<br />

clase obrera dedicadas a sus labores en el período de entreguerras —y eso, sólo en<br />

unos cuantos países privilegiados—, todas las formas de entretenimiento, salvo las<br />

fiestas particulares, tenían que ser públicas, y en los países más pobres, incluso la<br />

televisión fue, al principio, algo que se veía en un bar. Desde los partidos de fútbol a<br />

los mítines políticos o las excursiones en días festivos, la vida era, en sus aspectos<br />

más placenteros, una experiencia colectiva.<br />

En muchísimos aspectos esta cohesión de la conciencia de la clase obrera<br />

culminó, en los antiguos países desarrollados, al término de la segunda guerra<br />

9. Por supuesto, también «el predominio de la industria, con su abrupta división entre trabajadores y gestores,<br />

tiende a provocar que ambas clases vivan separadas, de modo que algunos barrios de las ciudades se convierten en<br />

reservas o guetos» (Alien, 1968. pp. 32-33).<br />

LA REVOLUCIÓN SOCIAL. 1945-1990 309<br />

mundial. Durante las décadas doradas casi todos sus elementos quedaron tocados. La<br />

combinación <strong>del</strong> período de máxima expansión <strong>del</strong> <strong>siglo</strong>, <strong>del</strong> pleno empleo y de una<br />

sociedad de consumo auténticamente de masas transformó por completo la vida de la<br />

gente de clase obrera de los países desarrollados, y siguió transformándola. Desde el<br />

punto de vista de sus padres y, si eran lo bastante mayores para recordar, desde el<br />

suyo propio, ya no eran pobres. Una existencia mucho más próspera de lo que jamás<br />

hubiera esperado llevar alguien que no fuese norteamericano o australiano pasó a<br />

«privatizarse» gracias al abaratamiento de la tecnología y a la lógica <strong>del</strong> mercado: la<br />

televisión hizo innecesario ir al campo de fútbol, <strong>del</strong> mismo modo que la televisión y<br />

el vídeo han hecho innecesario ir al cine, o el teléfono ir a cotillear con las amigas en<br />

la plaza o en el mercado. Los sindicalistas o los miembros <strong>del</strong> partido que en otro<br />

tiempo se presentaban a las reuniones locales o a los actos políticos públicos, entre<br />

otras cosas porque también eran una forma de diversión y de entretenimiento, ahora<br />

podían pensar en formas más atractivas de pasar el tiempo, a menos que fuesen<br />

anormalmente militantes. (En cambio, el contacto cara a cara dejó de ser una forma<br />

eficaz de campaña electoral, aunque se mantuvo por tradición y para animar a los<br />

cada vez más atípicos activistas de los partidos.) La prosperidad y la privatización de<br />

la existencia separaron lo que la pobreza y el colectivismo de los espacios públicos<br />

habían unido.<br />

No es que los obreros dejaran de ser reconocibles como tales, aunque<br />

extrañamente, como veremos, la nueva cultura juvenil independiente (véanse pp. 326<br />

y ss.), a partir de los años cincuenta, adoptó la moda, tanto en el vestir como en la<br />

música, de los jóvenes de clase obrera. Fue más bien que ahora la mayoría tenía a su<br />

alcance una cierta opulencia, y la distancia entre el dueño de un Volkswagen<br />

Escarabajo y el dueño de un Mercedes era mucho menor que la existente entre el<br />

dueño de un coche y alguien que no lo tiene, sobre todo si los coches más caros eran<br />

(teóricamente) asequibles en plazos mensuales. Los trabajadores, sobre todo en los<br />

últimos años de su juventud, antes de que los gastos derivados <strong>del</strong> matrimonio y <strong>del</strong><br />

hogar dominaran su presupuesto, podían comprar artículos de lujo, y la industrialización<br />

de los negocios de alta costura y de cosmética a partir de los años sesenta<br />

respondía a esta realidad. Entre los límites superior e inferior <strong>del</strong> mercado de<br />

artículos de alta tecnología de lujo que surgió entonces —por ejemplo, entre la<br />

cámara Hasselblad más cara y la Olympus o la Nikon más baratas, que dan buenos<br />

resultados y un cierto nivel— sólo había una diferencia de grado. En cualquier caso,<br />

y empezando por la televisión, formas de entretenimiento de las que hasta entonces<br />

sólo habían podido disfrutar los millonarios en calidad de servicios personales se<br />

introdujeron en las salas de estar más humildes. En resumen, el pleno empleo y una<br />

sociedad de consumo dirigida a un mercado auténticamente de masas colocó a la<br />

mayoría de la clase obrera de los antiguos países desarrollados, por lo menos durante<br />

una parte de sus vidas, muy por encima <strong>del</strong> nivel en el que sus padres o ellos mismos<br />

habían vivido, en el que el dinero se gastaba sobre todo para cubrir las necesidades<br />

básicas.

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