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Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP

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314 LA EDAD DE ORO<br />

La entrada masiva de mujeres casadas —o sea, en buena medida, de madres— en<br />

el mercado laboral y la extraordinaria expansión de la enseñanza superior<br />

configuraron el telón de fondo, por lo menos en los países desarrollados occidentales<br />

típicos, <strong>del</strong> impresionante renacer de los movimientos feministas a partir de los años<br />

sesenta. En realidad, los movimientos feministas son inexplicables sin estos<br />

acontecimientos. Desde que las mujeres de muchísimos países europeos y de<br />

Norteamérica habían logrado el gran objetivo <strong>del</strong> voto y de la igualdad de derechos<br />

civiles como consecuencia de la primera guerra mundial y la revolución rusa (La era<br />

<strong>del</strong> imperio, capítulo 8), los movimientos feministas habían pasado de estar en el<br />

can<strong>del</strong>ero a la oscuridad, y eso donde el triunfo de regímenes fascistas y<br />

reaccionarios no los había destruido. Permanecieron en la sombra, pese a la victoria<br />

<strong>del</strong> antifascismo y (en la Europa <strong>del</strong> Este y en ciertas regiones de Extremo Oriente)<br />

de la revolución, que extendió los derechos conquistados después de 1917 a la<br />

mayoría de los países que todavía no disfrutaban de ellos, de forma especialmente<br />

visible con la concesión <strong>del</strong> sufragio a las mujeres de Francia e Italia en Europa<br />

occidental y, de hecho, a las mujeres de todos los nuevos países comunistas, en casi<br />

todas las antiguas colonias y (en los diez primeros años de la posguerra) en América<br />

Latina. En realidad, en todos los lugares <strong>del</strong> mundo en donde se celebraban<br />

elecciones de algún tipo, las mujeres habían obtenido el sufragio en los años sesenta<br />

o antes, excepto en algunos países islámicos y, curiosamente, en Suiza.<br />

Pero estos cambios ni se lograron por presiones feministas ni tuvieron una<br />

repercusión inmediata en la situación de las mujeres, incluso en los relativamente<br />

pocos países donde el sufragio tenía consecuencias políticas. Sin embargo, a partir de<br />

los años sesenta, empezando por los Estados Unidos pero extendiéndose rápidamente<br />

por los países occidentales ricos y, más allá, a las elites de mujeres cultas <strong>del</strong> mundo<br />

subdesarrollado —aunque no, al principio, en el corazón <strong>del</strong> mundo socialista—,<br />

observamos un impresionante renacer <strong>del</strong> feminismo. Si bien estos movimientos<br />

pertenecían, básicamente, a un ambiente de clase media culta, es probable que en los<br />

años setenta y sobre todo en los ochenta se difundiera entre la población de este sexo<br />

(que los ideólogos insisten en que debería llamarse «género») una forma de<br />

conciencia femenina política e ideológicamente menos concreta que iba mucho más<br />

allá de lo que había logrado la primera oleada de feminismo. En realidad, las<br />

mujeres, como grupo, se convirtieron en una fuerza política destacada como nunca<br />

antes lo habían sido. El primer, y tal vez más sorprendente, ejemplo de esta nueva<br />

conciencia sexual fue la rebelión de las mujeres tradicionalmente fieles de los países<br />

católicos contra las doctrinas más impopulares de la Iglesia, como quedó demostrado<br />

en los referenda italianos a favor <strong>del</strong> divorcio (1974) y de una ley <strong>del</strong> aborto más<br />

liberal (1981); y luego con la elección de Mary Robinson como presidenta de ¡a<br />

devota Irlanda, una abogada estrechamente vinculada a la liberalización <strong>del</strong> código<br />

moral católico (1990). Ya a principios de los noventa los sondeos de opinión<br />

recogían importantes diferencias en las opiniones políticas de ambos sexos.<br />

LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-1990 315<br />

No es de extrañar que los políticos comenzaran a cortejar esta nueva conciencia<br />

femenina, sobre todo la izquierda, cuyos partidos, por culpa <strong>del</strong> declive de la<br />

conciencia de clase obrera, se habían visto privados de parte de su antiguo<br />

electorado.<br />

Sin embargo, la misma amplitud de la nueva conciencia femenina y de sus<br />

intereses convierte en insuficiente toda explicación hecha a partir tan sólo <strong>del</strong><br />

análisis <strong>del</strong> papel cambiante de las mujeres en la economía. Sea como sea, lo que<br />

cambió en la revolución social no fue sólo el carácter de las actividades femeninas en<br />

la sociedad, sino también el papel desempeñado por la mujer o las expectativas<br />

convencionales acerca de cuál debía ser ese papel, y en particular las ideas sobre el<br />

papel público de la mujer y su prominencia pública. Y es que, si bien cambios<br />

trascendentales como la entrada en masa de mujeres casadas en el mercado laboral<br />

era de esperar que produjesen cambios consiguientes, no tenía por qué ser así, como<br />

atestigua la URSS, donde (después <strong>del</strong> abandono de las aspiraciones utópicorevolucionarias<br />

de los años veinte) las mujeres casadas se habían encontrado en<br />

general con la doble carga de las viejas responsabilidades familiares y de<br />

responsabilidades nuevas como asalariadas, sin que hubiera cambio alguno en las<br />

relaciones entre ambos sexos o en el ámbito público o el privado. En cualquier caso,<br />

los motivos por los que las mujeres en general, y las casadas en particular, se<br />

lanzaron a buscar trabajo remunerado no tenían que estar necesariamente<br />

relacionados con su punto de vista sobre la posición social y los derechos de la<br />

mujer, sino que podían deberse a la pobreza, a la preferencia de los empresarios por<br />

la mano de obra femenina en vez de masculina por ser más barata y tratable, o<br />

simplemente al número cada vez mayor —sobre todo en el mundo subdesarrollado—<br />

de mujeres en el papel de cabezas de familia. La emigración masiva de hombres,<br />

como la <strong>del</strong> campo a las ciudades de Sur-áfrica, o de zonas de Africa y Asia a los<br />

estados <strong>del</strong> golfo Pérsico, dejó inevitablemente a las mujeres en casa como<br />

responsables de la economía familiar. Tampoco hay que olvidar las matanzas, no<br />

indiscriminadas en lo que al sexo se refiere, de las grandes guerras, que dejaron a la<br />

Rusia de después de 1945 con cinco mujeres por cada tres hombres.<br />

Pese a todo, los indicadores de que existen cambios significativos, revolucionarios<br />

incluso, en lo que esperan las mujeres de sí mismas y lo que el mundo<br />

espera de ellas en cuanto a su lugar en la sociedad, son innegables. La nueva<br />

importancia que adquirieron algunas mujeres en la política resulta evidente, aunque<br />

no puede utilizarse como indicador directo de la situación <strong>del</strong> conjunto de las<br />

mujeres en los países afectados. Al fin y al cabo, el porcentaje de mujeres en los<br />

parlamentos electos de la machista América Latina (11 por 100) de los ochenta era<br />

considerablemente más alto que el porcentaje de mujeres en las asambleas<br />

equivalentes de la más «emancipada» —con los datos en la mano— Norteamérica.<br />

Del mismo modo, una parte importante de las mujeres que ahora, por vez primera, se<br />

encontraban a la cabeza de estados y de gobiernos en el mundo subdesarrollado se<br />

vieron en esa situación por herencia familiar: Indira Gandhi (India, 1966-1984),<br />

Benazir Bhut-

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