Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP
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392 LA EDAD DE ORO<br />
encarcelamiento administrativo, o sea arbitrario, o un destierro interior se mantuvo.<br />
Nunca se podrá probablemente calcular de modo adecuado el coste humano de<br />
las décadas de hierro rusas, ya que incluso las estadísticas de ejecuciones o de<br />
población reclusa en los gulags que existen, o que puedan obtenerse en el futuro, son<br />
incapaces de evaluar todas las pérdidas, y las estimaciones varían enormemente<br />
según los puntos de vista de quienes las hacen. «Por una siniestra paradoja —se ha<br />
dicho— estamos mejor informados sobre las pérdidas de la cabaña ganadera<br />
soviética en esta época que sobre el número de oponentes al régimen que fueron<br />
exterminados» (Kerslay, 1983, p. 26). La mera supresión <strong>del</strong> censo de 1937 plantea<br />
dificultades casi insalvables. Sea como fuere, en todos los cálculos 10 la cantidad de<br />
víctimas directas e indirectas debe medirse en cifras de ocho, más que de siete,<br />
dígitos. En estas circunstancias, no importa demasiado que optemos por una<br />
estimación «conservadora», más cerca de los 10 que de los 20 millones, o por una<br />
cifra mayor: ninguna puede ser otra cosa que una vergüenza sin paliativos y sin<br />
justificación posible. Añadiré, sin comentarios, que el total de habitantes de la URSS<br />
en 1937 se dice que era de 164 millones, o sea, 16, 7 millones menos que las<br />
previsiones demográficas <strong>del</strong> segundo plan quinquenal (1933-1938).<br />
Por brutal y dictatorial que fuese, el sistema soviético no era «totalitario»,<br />
término que se popularizó entre los críticos <strong>del</strong> comunismo después de la segunda<br />
guerra mundial, y que había sido inventado en los años veinte por el fascismo<br />
italiano para describir sus objetivos. Hasta entonces este término prácticamente sólo<br />
se había utilizado para criticar al fascismo italiano y al nacionalsocialismo alemán, y<br />
era sinónimo de un sistema centralizado que lo abarcaba todo y que no se limitaba a<br />
ejercer un control físico total sobre la población, sino que, mediante el monopolio de<br />
la propaganda y la educación, conseguía que la gente interiorizase sus valores. 1984,<br />
de George Orwell (publicado en 1948), dio a esta imagen occidental de la sociedad<br />
totalitaria su más impresionante formulación: una sociedad de masas a las que habían<br />
lavado el cerebro, vigiladas por la mirada escrutadora <strong>del</strong> «Gran Hermano», en la<br />
que sólo algunos individuos aislados discrepaban de vez en cuando.<br />
Eso, desde luego, es lo que Stalin hubiera querido conseguir, aunque hubiese<br />
provocado la indignación de Lenin y de la vieja guardia bolchevique, por no hablar<br />
de Marx. En la medida en que su objetivo era la práctica divinización <strong>del</strong> líder (lo<br />
que luego se designaría con el eufemismo de «culto a la personalidad»), o por lo<br />
menos su presentación como dechado de virtudes, tuvo un cierto éxito, que satirizó<br />
Orwell. Paradójicamente esto tenía poco que ver con el poder absoluto de Stalin. Así,<br />
los militantes comunistas de fuera de los países «socialistas» que lloraron<br />
sinceramente al enterarse de su muerte en 1953 —y hubo muchos que lo hicieron—<br />
eran gente que se había<br />
10. Acerca de lo incierto de tales procedimientos, véase Kosinski, 1987, pp. 151-152.<br />
EL «SOCIALISMO REAL» 393<br />
convertido voluntariamente a un movimiento que creían que Stalin simbolizaba e<br />
inspiraba. A diferencia de la mayoría de los extranjeros, todos los rusos sabían lo<br />
mucho que les había tocado, y les tocaría aún, sufrir, aunque por el simple hecho de<br />
ser un firme y legítimo gobernante de la tierra rusa y su modernizador Stalin<br />
representaba algo de sí mismos, en especial como su caudillo en una guerra que, por<br />
lo menos para los habitantes de la Gran Rusia, había sido una auténtica guerra<br />
nacional.<br />
Sin embargo, en todos los demás sentidos, el sistema no era «totalitario», un<br />
hecho que muestra cuán dudosa es la utilidad <strong>del</strong> término. El sistema no practicaba<br />
un verdadero «control <strong>del</strong> pensamiento» de sus súbditos, y aún menos conseguía su<br />
«conversión», sino que despolitizó a la población de un modo asombroso. Las<br />
doctrinas oficiales <strong>del</strong> marxismo-leninismo apenas tenían incidencia sobre la gran<br />
masa de la población, ya que para ellos carecían de toda relevancia, a menos que<br />
estuvieran interesados en hacer una carrera para la que fuese necesario adquirir tan<br />
esotéricos conocimientos. Después de cuarenta años de educación en un país<br />
consagrado al marxismo, preguntaron a los transeúntes de la plaza Karl Marx de<br />
Budapest quién era Karl Marx. Las respuestas fueron las siguientes:<br />
Era un filósofo soviético, amigo de Engels. Bueno, ¿qué más puedo decir?<br />
Murió ya mayor. (Otra voz): Pues claro, un político. Y también fue el traductor de<br />
las obras de, bueno, ¿de quién era? De Lenin, Lenin, de las obras de Lenin; bueno,<br />
pues él las tradujo al húngaro (Garton Ash, 1990, p. 261).<br />
La mayoría de los ciudadanos soviéticos no absorbía de forma consciente la mayor<br />
parte de las declaraciones públicas sobre política e ideología procedentes de las altas<br />
esferas, a menos que estuviesen directamente relacionadas con sus problemas<br />
cotidianos, cosa que raramente sucedía. Sólo los intelectuales estaban obligados a<br />
tomarlas en serio, en una sociedad construida sobre y alrededor de una ideología que<br />
se decía racional y «científica». Pero, paradójicamente, el mismo hecho de que<br />
sistemas así tuvieran necesidad de intelectuales y otorgasen privilegios y ventajas a<br />
quienes no discrepaban de ellos en público creaba un espacio social fuera <strong>del</strong> control<br />
<strong>del</strong> estado. Sólo un terror tan despiadado como el de Stalin pudo acallar por completo<br />
a la intelectualidad no oficial, que resurgió tan pronto como, en los años cincuenta, el<br />
hielo <strong>del</strong> miedo empezó a fundirse —El deshielo (1954) es el título de una influyente<br />
novela de tesis de Iliá Ehrenburg (1891-1967), un superviviente con talento. En los<br />
sesenta y los setenta, las discrepancias, tanto en la forma medio tolerada de los<br />
reformadores comunistas como en la de una disidencia intelectual, política y cultural<br />
absoluta, dominaron el panorama soviético, aunque el país siguiera siendo<br />
oficialmente «monolítico», uno de los calificativos favoritos de los bolcheviques.<br />
Esas discrepancias se harían visibles en los ochenta.