Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP
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494 EL DERRUMBAMIENTO<br />
Una cuestión distinta es en qué medida el fracaso <strong>del</strong> experimento soviético pone en<br />
duda el proyecto global <strong>del</strong> socialismo tradicional: una economía basada, en esencia, en la<br />
propiedad social y en la gestión planificada de los medios de producción, distribución e<br />
intercambio. Que un proyecto así es, en teoría, económicamente racional es algo que los<br />
economistas aceptaban ya antes de la primera guerra mundial, aunque, curiosamente, la<br />
teoría correspondiente no fue desarrollada por economistas socialistas, sino por otros que<br />
no lo eran. Que esta economía iba a tener inconvenientes prácticos, aunque sólo fuese por<br />
su burocratización, era obvio. Que tenía que funcionar, al menos en parte, de acuerdo con<br />
los precios, tanto los <strong>del</strong> mercado como unos «precios contables» realistas, también estaba<br />
claro, si el socialismo había de tomar en consideración los deseos de los consumidores y no<br />
limitarse a decirles lo que era bueno para ellos. De hecho, los economistas socialistas<br />
occidentales que reflexionaban sobre estas cuestiones en los años treinta, cuando tales cosas<br />
se discutían con toda naturalidad, proponían la combinación de planificación,<br />
preferiblemente descentralizada, y precios. Naturalmente, demostrar la viabilidad de esta<br />
economía socialista no supone demostrar su superioridad frente a, digamos, una versión<br />
socialmente más justa de la economía mixta de la edad de oro, ni mucho menos que la<br />
gente haya de preferirla. Se trata de una simple forma de separar la cuestión <strong>del</strong> socialismo<br />
en general de la experiencia específica <strong>del</strong> «socialismo realmente existente». El fracaso <strong>del</strong><br />
socialismo soviético no empaña la posibilidad de otros tipos de socialismo. De hecho, la<br />
misma incapacidad de una economía de planificación centralizada como la soviética, que<br />
se encontraba en un callejón sin salida, para transformarse en un «socialismo de<br />
mercado», tal como deseaba hacer, demuestra el abismo existente entre los dos tipos de<br />
desarrollo.<br />
La tragedia de la revolución de octubre estriba precisamente en que sólo pudo dar<br />
lugar a este tipo de socialismo, rudo, brutal y dominante. Uno de los economistas<br />
socialistas más inteligentes de los años treinta, Oskar Lange, volvió de los Estados Unidos<br />
a su Polonia natal para construir el socialismo, y acabó trasladándose a un hospital de<br />
Londres para morir. Desde su lecho de muerte hablaba con los amigos y admiradores que<br />
iban a visitarle, entre los cuales me encontraba. Esto es, según recuerdo, lo que dijo:<br />
Si yo hubiera estado en la Rusia de los años veinte, hubiese sido un gradualista<br />
bujariniano. Si hubiese tenido que asesorar la industrialización soviética,<br />
habría recomendado unos objetivos más flexibles y limitados, como, de<br />
hecho, hicieron los planificadores rusos más capaces. Y, sin embargo, cuando<br />
miro hacia atrás, me pregunto una y otra vez: ¿existía una alternativa al indiscriminado,<br />
brutal y poco planificado empuje <strong>del</strong> primer plan quinquenal? Ojalá<br />
pudiera decir que sí, pero no puedo. No soy capaz de encontrar una respuesta.<br />
Capítulo XVII<br />
LA MUERTE DE LA VANGUARDIA:<br />
LAS ARTES DESPUÉS DE 1950<br />
El arte como inversión es un concepto poco anterior a los años<br />
cincuenta.<br />
G. REITLINGER, The Economics of Taste, vol. 2 (1982, p. 14)<br />
Los grandes productos domésticos de línea blanca, las cosas que<br />
mantienen a nuestra economía en funcionamiento —neveras, cocinas,<br />
todas las cosas que eran de porcelana y blancas— ahora están pintadas.<br />
Esto es nuevo. Van acompañadas de arte pop. Muy bonito. El mago<br />
Merlín saliendo de las paredes mientras abres la puerta de la nevera<br />
para tomar el zumo de naranja.<br />
STUDS TERKEL, Division Street: America (1967, p. 217)<br />
I<br />
Es práctica habitual entre los historiadores —incluyendo al que esto escribe—<br />
analizar el desarrollo de las artes, a pesar de lo profundamente arraigadas que están<br />
en la sociedad, como si fuesen separables de su contexto contemporáneo, como una<br />
rama o tipo de actividad humana sujeta a sus propias reglas y susceptible por ello de<br />
ser juzgada de acuerdo con ellas. No obstante, en la era de las más revolucionarias<br />
transformaciones de la vida humana de que se tiene noticia, incluso este antiguo y<br />
cómodo método para estructurar un análisis histórico se convierte en algo cada vez<br />
más irreal. No sólo porque los límites entre lo que es y no es clasificable como<br />
«arte», «creación» o artificio se difuminan cada vez más, hasta el punto de llegar<br />
incluso a desaparecer, sino también porque una influyente escuela de críticos<br />
literarios de fin de <strong>siglo</strong> pensó que era imposible, irrelevante y poco democrático<br />
decidir si Macbeth es mejor o peor que Batman. El fenómeno se debe también a que<br />
las