Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP
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386 LA EDAD DE ORO<br />
partido que aseguraba liderarlas, de sus miembros —o mejor, de los congresos en<br />
que expresaban sus puntos de vista— por los comités (elegidos), <strong>del</strong> comité central<br />
por los dirigentes efectivos, hasta que el dirigente único (en teoría elegido) acabase<br />
reemplazándolos a todos? El peligro, como se vio, no dejaba de existir por el hecho<br />
de que Lenin ni quisiera ni estuviera en situación de ser un dictador, ni por el hecho<br />
de que el Partido Bolchevique, al igual que todas las organizaciones de ideología<br />
izquierdista, no operase como un estado mayor militar sino como un grupo de<br />
discusión permanente. Ese peligro se hizo más inmediato después de la revolución<br />
de octubre, al pasar los bolcheviques de ser un grupo de unos miles de activistas<br />
clandestinos a un partido de masas de cientos de miles, y, al final, de millones de<br />
activistas profesionales, administradores, ejecutivos y supervisores, que sumergió a<br />
la «vieja guardia» y a los demás socialistas de antes de 1917 que se les habían unido,<br />
como León Trotsky. Esa gente no compartía la vieja cultura política de la izquierda.<br />
Todo lo que sabían era que el partido tenía razón y que las decisiones de la autoridad<br />
superior debían cumplirse si se quería salvar la revolución.<br />
Cualquiera que fuese la actitud prerrevolucionaria de los bolcheviques hacia la<br />
democracia dentro y fuera <strong>del</strong> partido, la libertad de expresión, las libertades civiles y<br />
la tolerancia, las circunstancias de los años 1917-1921 impusieron un modo de<br />
gobierno cada vez más autoritario dentro y fuera de un partido consagrado a realizar<br />
cualquier acción que fuese (o pareciese) necesaria para mantener el frágil y<br />
amenazado poder de los soviets. De hecho, al principio no era un gobierno de un solo<br />
partido, ni rechazaba a la oposición, pero ganó la guerra civil como una dictadura<br />
monopartidista apuntalada por un poderoso aparato de seguridad, que empleaba<br />
métodos terroristas contra los contrarrevolucionarios. En la misma línea, el partido<br />
abandonó la democracia interna, al prohibirse (en 1921) la discusión colectiva de<br />
políticas alternativas. El «centralismo democrático» por el que el partido se regía<br />
teóricamente se convirtió en centralismo a secas, y el partido dejó de actuar de<br />
acuerdo con sus estatutos. Las convocatorias anuales <strong>del</strong> congreso <strong>del</strong> partido se<br />
volvieron cada vez más irregulares, hasta que, en época de Stalin, su convocatoria<br />
pasó a ser imprevisible y esporádica. Los años de la NEP relajaron la atmósfera al<br />
margen de la política, pero no la sensación de que el partido era una minoría<br />
amenazada que tal vez tuviese de su parte a la historia, pero que actuaba a contrapelo<br />
<strong>del</strong> pueblo ruso y <strong>del</strong> momento presente. La decisión de emprender la revolución<br />
industrial desde arriba obligó al sistema a imponer su autoridad, de forma acaso más<br />
despiadada aún que en los años de la guerra civil, porque su maquinaria para el<br />
ejercicio continuo <strong>del</strong> poder era ahora mucho mayor. Fue entonces cuando los<br />
últimos vestigios de la separación de poderes, el modesto margen de maniobra que se<br />
reservaba el gobierno soviético por oposición al partido, quedaron eliminados. La<br />
dirección política unificada <strong>del</strong> partido concentró el poder absoluto en sus manos,<br />
subordinando todo lo demás.<br />
Fue en este punto cuando el sistema, bajo la dirección de Stalin, se con-<br />
EL «SOCIALISMO REAL» 387<br />
virtió en una autocracia que intentaba imponer su dominio sobre todos los aspectos<br />
de la vida y el pensamiento de los ciudadanos, subordinando toda su existencia, en la<br />
medida de lo posible, al logro de los objetivos <strong>del</strong> sistema, definidos y especificados<br />
por la autoridad suprema. No era esto, por supuesto, lo que habían planeado Marx y<br />
Engels, ni había surgido en la Segunda Internacional (marxista) ni en la mayoría de<br />
sus partidos. Así, Karl Liebknecht, que, junto con Rosa Luxemburg, se convirtió en<br />
el jefe de los comunistas alemanes y fue asesinado junto a ella en 1919 por oficiales<br />
reaccionarios, ni siquiera se proclamaba marxista, pese a ser hijo de uno de los<br />
fundadores <strong>del</strong> Partido Socialdemócrata alemán. Los austromarxistas, pese a ser<br />
seguidores de Marx, como su mismo nombre indica, no tuvieron reparo en seguir sus<br />
propias ideas, y hasta cuando se tachaba a alguien de hereje, como a Eduard<br />
Bernstein, acusado de «revisionismo», se daba por sentado que se trataba de un<br />
socialdemócrata legítimo. De hecho, Bernstein continuó siendo uno de los editores<br />
oficiales de las obras de Marx y Engels. La idea de que un estado socialista tenía que<br />
obligar a todos los ciudadanos a pensar igual, y menos aún la de otorgar al colectivo<br />
de sus dirigentes (que alguien intentase ejercer esas funciones en solitario era<br />
impensable) algo semejante a la infalibilidad papal, no habría pasado por la cabeza<br />
de ningún socialista destacado antes de 1917.<br />
Podía decirse, a lo sumo, que el socialismo marxista era para sus adherentes un<br />
compromiso personal apasionado, un sistema de fe y de esperanza que poseía<br />
algunos de los rasgos de una religión secular (aunque no más que la de otros<br />
colectivos de activistas no socialistas), y que las sutilezas teóricas acabaron siendo, al<br />
convertirse en un movimiento de masas, un catecismo, en el mejor de los casos, y, en<br />
el peor, un símbolo de identidad y lealtad, como una bandera que había que saludar.<br />
Estos movimientos de masas, como hacía mucho que habían observado algunos<br />
socialistas centroeuropeos inteligentes, tenían una tendencia a admirar, e incluso a<br />
adorar, a sus dirigentes, si bien la conocida tendencia a la polémica y a la rivalidad en<br />
el seno de los partidos de izquierda acostumbraba a tener controlada esta tendencia.<br />
La construcción <strong>del</strong> mausoleo de Lenin en la Plaza Roja, donde el cuerpo<br />
embalsamado <strong>del</strong> gran líder estaría permanentemente expuesto ante los fieles, no<br />
derivaba ni siquiera de la tradición revolucionaria rusa, sino que era una tentativa de<br />
utilizar la atracción que ejercían los santos cristianos y sus reliquias sobre un<br />
campesinado primitivo en provecho <strong>del</strong> régimen soviético. También podría decirse<br />
que, en el Partido Bolchevique tal como fue concebido por Lenin, la ortodoxia y la<br />
intolerancia habían sido implantadas, no como valores en sí mismas, sino por razones<br />
prácticas. Como un buen general —y Lenin fue ante todo un estratega— no quería<br />
discusiones en las filas que pudiesen entorpecer su eficacia práctica. Además, al igual<br />
que otros genios pragmáticos, Lenin estaba convencido de estar en posesión de la<br />
verdad, y tenía poco tiempo para ocuparse de las opiniones ajenas. En teoría era un<br />
marxista ortodoxo, casi fundamentalista, porque tenía claro que jugar con el texto de<br />
una teoría cuya esencia era la revolución podía dar