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Eric Hobsbawn – Historia del siglo XX - UHP

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338 LA EDAD DE ORO<br />

occidentales— y la situación de los japoneses ricos. Y puede que por primera vez no<br />

estuviesen suficientemente protegidos por lo que se consideraban privilegios<br />

legítimos de quienes están al servicio <strong>del</strong> estado y de la sociedad.<br />

En Occidente, las décadas de revolución social habían creado un caos mucho<br />

mayor. Los extremos de esta disgregación son especialmente visibles en el discurso<br />

público ideológico <strong>del</strong> fin de <strong>siglo</strong> occidental, sobre todo en la clase de<br />

manifestaciones públicas que, si bien no tenían pretensión alguna de análisis en<br />

profundidad, se formulaban como creencias generalizadas. Pensemos, por ejemplo,<br />

en el argumento, habitual en determinado momento en los círculos feministas, de que<br />

el trabajo doméstico de las mujeres tenía que calcularse (y, cuando fuese necesario,<br />

pagarse) a precios de mercado, o la justificación de la reforma <strong>del</strong> aborto en pro de<br />

un abstracto «derecho a escoger» ilimitado <strong>del</strong> individuo (mujer). 5 La influencia<br />

generalizada de la economía neoclásica, que en las sociedades occidentales<br />

secularizadas pasó a ocupar cada vez más el lugar reservado a la teología, y (a través<br />

de la hegemonía cultural de los Estados Unidos) la influencia de la<br />

ultraindividualista jurisprudencia norteamericana promovieron esta clase de retórica,<br />

que encontró su expresión política en la primera ministra británica Margaret<br />

Thatcher: «La sociedad no existe, sólo los individuos».<br />

Sin embargo, fueran los que fuesen los excesos de la teoría, la práctica era<br />

muchas veces igualmente extrema. En algún momento de los años setenta, los<br />

reformadores sociales de los países anglosajones, justamente escandalizados (al igual<br />

que los investigadores) por los efectos de la institucionalización sobre los enfermos<br />

mentales, promovieron con éxito una campaña para que al máximo número posible<br />

de éstos les permitieran abandonar su reclusión «para que puedan estar al cuidado de<br />

la comunidad». Pero en las ciudades de Occidente ya no había comunidades que<br />

cuidasen de ellos. No tenían parientes. Nadie les conocía. Lo único que había eran<br />

las calles de ciudades como Nueva York, que se llenaron de mendigos con bolsas de<br />

plástico y sin hogar que gesticulaban y hablaban solos. Si tenían suerte, buena o mala<br />

(dependía <strong>del</strong> punto de vista), acababan yendo de los hospitales que los habían<br />

echado a las cárceles que, en los Estados Unidos, se convirtieron en el principal<br />

receptáculo de los problemas sociales de la sociedad norteamericana, sobre todo de<br />

sus miembros de raza negra: en 1991 el 15 por 100 de la que era proporcional-mente<br />

la mayor población de reclusos <strong>del</strong> mundo —426 presos por cada 100. 000<br />

habitantes— se decía que estaba mentalmente enfermo (Walker, 1991; Human<br />

Development, 1991, p. 32, fig. 2. 10).<br />

5. La legitimidad de una demanda tiene que diferenciarse claramente de la de los argumentos que se<br />

utilizan para justificarla. La relación entre marido, mujer e hijos en el hogar no tiene absolutamente nada que<br />

ver con la de vendedores y consumidores en el mercado, ni siquiera a nivel conceptual. Y tampoco la decisión<br />

de tener o no tener un hijo, aunque se adopte unilateralmente, afecta exclusivamente al individuo que toma la<br />

decisión. Esta perogrullada es perfectamente compatible con el deseo de transformar el papel de la mujer en el<br />

hogar o de favorecer el derecho al aborto.<br />

LA REVOLUCIÓN CULTURAL 339<br />

Las instituciones a las que más afectó el nuevo individualismo moral fueron la<br />

familia tradicional y las iglesias tradicionales de Occidente, que sufrieron un colapso<br />

en el tercio final <strong>del</strong> <strong>siglo</strong>. El cemento que había mantenido unida a la comunidad<br />

católica se desintegró con asombrosa rapidez. A lo largo de los años sesenta, la<br />

asistencia a misa en Quebec (Canadá) bajó <strong>del</strong> 80 al 20 por 100, y el<br />

tradicionalmente alto índice de natalidad francocanadiense cayó por debajo de la<br />

media de Canadá (Bernier y Boily, 1986). La liberación de la mujer, o, más<br />

exactamente, la demanda por parte de las mujeres de más medios de control de<br />

natalidad, incluidos el aborto y el derecho al divorcio, seguramente abrió la brecha<br />

más honda entre la Iglesia y lo que en el <strong>siglo</strong> XIX había sido su reserva espiritual<br />

básica (véase La era <strong>del</strong> capitalismo), como se hizo cada vez más evidente en países<br />

con tanta fama de católicos como Irlanda o como la mismísima Italia <strong>del</strong> papa, e<br />

incluso —tras la caída <strong>del</strong> comunismo— en Polonia. Las vocaciones sacerdotales y<br />

las demás formas de vida religiosa cayeron en picado, al igual que la disposición a<br />

llevar una existencia célibe, real u oficial. En pocas palabras, para bien o para mal, la<br />

autoridad material y moral de la Iglesia sobre los fieles desapareció en el agujero<br />

negro que se abría entre sus normas de vida y moral y la realidad <strong>del</strong> comportamiento<br />

humano a finales <strong>del</strong> <strong>siglo</strong> <strong>XX</strong>. Las iglesias occidentales con un dominio menor<br />

sobre los feligreses, incluidas algunas de las sectas protestantes más antiguas,<br />

experimentaron un declive aún más rápido.<br />

Las consecuencias morales de la relajación de los lazos tradicionales de familia<br />

acaso fueran todavía más graves, pues, como hemos visto, la familia no sólo era lo<br />

que siempre había sido, un mecanismo de autoperpetuación, sino también un<br />

mecanismo de cooperación social. Como tal, había sido básico para el mantenimiento<br />

tanto de la economía rural como de la primitiva economía industrial, en el ámbito<br />

local y en el planetario. Ello se debía en parte a que no había existido ninguna<br />

estructura empresarial capitalista impersonal adecuada hasta que la concentración <strong>del</strong><br />

capital y la aparición de las grandes empresas empezó a generar la organización<br />

empresarial moderna a finales <strong>del</strong> <strong>siglo</strong> XIX, la «mano visible» (Chandler, 1977) que<br />

tenía que complementar la «mano invisible» <strong>del</strong> mercado según Adam Smith. 6 Pero<br />

un motivo aún más poderoso era que el mercado no proporciona por sí solo un<br />

elemento esencial en cualquier sistema basado en la obtención <strong>del</strong> beneficio privado:<br />

la confianza, o su equivalente legal, el cumplimiento de los contratos. Para eso se<br />

necesitaba o bien el poder <strong>del</strong> estado (como sabían los teóricos <strong>del</strong> individualismo<br />

político <strong>del</strong> <strong>siglo</strong> XVII) o bien los lazos familiares o comunitarios. Así, el comercio,<br />

la banca y las finanzas internacionales, cam-<br />

6. El mo<strong>del</strong>o operativo de las grandes empresas antes de la época <strong>del</strong> capitalismo financiero («capitalismo<br />

monopolista») no se inspiraba en la experiencia de la empresa privada, sino en la burocracia estatal o militar; cf.<br />

los uniformes de los empleados <strong>del</strong> ferrocarril. De hecho, con frecuencia estaba, y tenía que estar, dirigida por<br />

el estado o por otra autoridad pública sin atan de lucro, como los servicios de correos y la mayoría de los de<br />

telégrafos y teléfonos.

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