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En la medida que la aguja se introducía en su brazo, Gabriel sintió el más corto<br />
síncope de trombosis, hasta un fugaz paro cardíaco. Pero no murió. Se trataba de una<br />
muerte pequeña como se le había advertido.<br />
La luna tendría forma de zapato si cada taberna tuviera una lúnula, pero la noche es<br />
interminable cuando se apoya en los seres anómalos. Gabriel Fuster toma la puerta en el<br />
piso -Facilis decensus averno – para visitar a su agente literario. Lleva su libro bajo el<br />
brazo. El agente literario no es otro que su tío Rubén Salamanca. El pariente se lleva las<br />
manos a la espalda, inclinándose como un rabino, parado en el centro de su alcantarilla. El<br />
es un hombre religioso. Siempre lo ha sido, pero no basta adorar a Dios. Error. Tú tienes<br />
que estar muy seguro de quién está al mando, pues el cielo te asista si te vas al bando<br />
equivocado. Gabriel Fuster encuentra una pesadilla granate, sordomuda, donde tres<br />
prostitutas sacuden a un hombre uniformado. La figura se halla perdiendo la gorra, los<br />
lentes bifocales y la botellita de ron. Cae su humanidad rendida en un sillón sucio, pero de<br />
un curioso tapizado a la manera de L’Exposition des Arts Decoratifs en París de 1928. A<br />
Gabriel le lleva un momento darse cuenta que se trata de un cartero. El individuo rebasa los<br />
cincuenta años y estaba allí para abrir el buzón del vecindario. Las tres prostitutas gordas<br />
escudriñan su valija ahora. Hay correo tirado por doquier.<br />
a Gabriel.<br />
-Señoras mías, incurren en un delito federal. Por favor<br />
Las mujeres se empujan con sus vestidos de caliente piña, pero hacen un alto al ver<br />
-¿Rubén Salamanca? – pregunta el escritor.<br />
-El carro abandonado en la siguiente calle. –responde la puta más barata,<br />
golpeándose el trasero con una durísima cuchara.<br />
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