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Cuando se intenta establecer un encuadre desde el cual darles respuesta, un hecho
histórico y político de trascendencia mundial adquiere especial relevancia: la ratificación
del texto de la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN) durante la
Cumbre Mundial en favor de la Infancia, que tuvo lugar en Nueva York en el mes de
septiembre de 1990. En ella, la gran mayoría de los países del mundo –y, entre ellos,
todos los países de América Latina– asumió el compromiso de llevar adelante un conjunto
de acciones orientadas a garantizar el pleno ejercicio de los derechos de todos
los niños, niñas y adolescentes.
Varias son las razones por las cuales esta referencia a la CDN es ineludible. En primer
lugar, porque desde el momento en que los países adhieren a este documento, la
supervivencia, el desarrollo y la protección de la niñez dejaron de ser una cuestión
exclusiva del ámbito privado y familiar, o de acciones de caridad, para convertirse en
una obligación moral y jurídica. Actualmente, toda carencia o privación en la vida de
un niño o una niña es una violación a sus derechos y, por lo tanto, es una cuestión
de Estado que merece ser considerada y tratada como tal.
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INFORME
SOBRE
TENDENCIAS
SOCIALES
Y EDUCATIVAS
EN AMÉRICA
LATINA
2009
En segundo lugar, porque con la CDN los Estados asumieron un compromiso que, por
su estatuto jurídico, es exigible. Ello implica un gran desafío para toda la sociedad, en
su doble rol de actor comprometido con el desarrollo de acciones que promuevan el
ejercicio de los derechos y como demandante o denunciante ante situaciones de
violación de los mismos. Pero compromete aún más a los propios Estados, quienes
asumen como garantes últimos del cumplimiento de esos derechos. Pues es necesario
subrayar que reconocer a los niños como sujetos de derecho implica precisamente
dotarlos del poder jurídico necesario para demandar por el goce de sus derechos
ante quienes son sus garantes.
En tercer lugar, marca un horizonte claro y consensuado respecto de cuál es la situación
deseada para cada uno de los niños y niñas, mediante el enunciado de un conjunto
de derechos considerados, por unanimidad, fundamentales. En este sentido, la
evaluación de las condiciones de vida de la infancia y el diseño de políticas orientadas
a la supervivencia, el desarrollo y la protección de las nuevas generaciones no
pueden prescindir de este marco de referencia, no sólo por su carácter normativo,
sino también por el compromiso político que implica y que le otorga legitimidad.
En cuarto lugar, al otorgar a los niños el estatuto de ser sujetos de derecho, la CDN
promueve acciones que, lejos de estar sustentadas como inversión orientada al desarrollo
económico o social o a la creación de condiciones de gobernabilidad, se generan
como respuesta al reconocimiento de los derechos de la infancia, como un fin en
sí mismo. Además, hay que destacar que su relevancia y aporte son aún mayores en
el caso de la primera infancia, ya que la capacidad real de los niños pequeños de
demandar y exigir sus derechos se encuentra mediada por los padres o adultos que
les dan cuidado y protección. En consecuencia, la sensibilidad de las respuestas debe
ser más precisa y efectiva, y para ello se torna fundamental la unión de esfuerzos
públicos y privados, articulados y en diálogo permanente con la sociedad.
Sin embargo, casi veinte años después de aquella Cumbre Mundial en favor de la
Infancia, la realidad en la cual nacen y viven los niños y las niñas de la región mucho
difiere del panorama propuesto a lo largo de todos los artículos de la CDN. La pobreza
extrema o la exclusión social, los conflictos armados o el trabajo infantil son claras
expresiones de la violación efectiva de sus derechos. La brecha entre esta realidad
y el horizonte comprometido en 1990 todavía es muy vasta. Esta distancia entre