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Poco antes d<strong>el</strong> anochecer, cuando acabamos de sacar los cascarones<br />

podridos de las vacas y pusimos un poco de arreglo en aqu<strong>el</strong> desorden de<br />

fábula, aún no habíamos conseguido que <strong>el</strong> cadáver se pareciera a la imagen<br />

de su leyenda. Lo habíamos raspado con fierros de desescamar pescados para<br />

quitarle la rémora de fondos de mar, lo lavamos con creolina y sal de piedra<br />

para resanarle las lacras de la putrefacción, le empolvamos la cara con almidón<br />

para esconder los remiendos de cañamazo y los pozos de parafina con que<br />

tuvimos que restaurarle la cara picoteada de pájaros de muladar, le devolvimos<br />

<strong>el</strong> color de la vida con parches de colorete y carmín de mujer en los labios, pero<br />

ni siquiera los ojos de vidrio incrustados en las cuencas vacías lograron<br />

imponerle <strong>el</strong> semblante de autoridad que le hacía falta para exponerlo a la<br />

contemplación de las muchedumbres. Mientras tanto, en <strong>el</strong> salón d<strong>el</strong> consejo<br />

de gobierno invocábamos la unión de todos contra <strong>el</strong> despotismo de siglos para<br />

repartirse por partes iguales <strong>el</strong> botín de su poder, pues todos habían vu<strong>el</strong>to al<br />

conjuro de la noticia sigilosa pero incontenible de su muerte, habían vu<strong>el</strong>to los<br />

liberales y los conservadores reconciliados al rescoldo de tantos años de<br />

ambiciones postergadas, los generales d<strong>el</strong> mando supremo que habían perdido<br />

<strong>el</strong> oriente de la autoridad, los tres últimos ministros civiles, <strong>el</strong> arzobispo<br />

primado, todos los que él no hubiera querido que estuvieran estaban sentados<br />

en torno de la larga mesa de nogal tratando de ponerse de acuerdo sobre la<br />

forma en que se debía divulgar la noticia de aqu<strong>el</strong>la muerte enorme para<br />

impedir la explosión prematura de las muchedumbres en la calle, primero un<br />

boletín número uno al filo de la prima noche sobre un ligero percance de salud<br />

que había obligado a canc<strong>el</strong>ar los compromisos públicos y las audiencias<br />

civiles y militares de su exc<strong>el</strong>encia, luego un segundo boletín médico en <strong>el</strong> que<br />

se anunciaba que <strong>el</strong> ilustre enfermo se había visto obligado a permanecer en<br />

sus habitaciones privadas a consecuencia de una indisposición propia de su<br />

edad, y por último, sin ningún anuncio, los dobles rotundos de las campanas de<br />

la catedral al amanecer radiante d<strong>el</strong> cálido martes de agosto de una muerte<br />

oficial que nadie había de saber nunca a ciencia cierta si en realidad era la<br />

suya. Nos encontrábamos inermes ante esa evidencia, comprometidos con un<br />

cuerpo pestilente que no éramos capaces de sustituir en <strong>el</strong> mundo porque él se<br />

había negado en sus instancias seniles a tomar ninguna determinación sobre <strong>el</strong><br />

destino de la patria después de él, había resistido con una invencible terquedad

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