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en Versalles y así lo había cumplido con un raro ingenio de caballero, y luego<br />

permaneció sentado en un rincón de la fiesta con la atención fija en <strong>el</strong> baile y<br />

aprobando con la cabeza, muy bien, decía, bailan bien estos cachacos de las<br />

Europas, decía, a cada quién lo suyo, decía, tan olvidado en su poltrona que<br />

sólo yo me di cuenta de que uno de sus edecanes le volvía a llenar la copa de<br />

champaña después de cada sorbo, y a medida que pasaban las horas se volvía<br />

más tenso y sanguíneo de lo que era al natural, se soltaba un botón de la<br />

guerrera ensopada de sudor cada vez que la presión de un eructo reprimido se<br />

le subía hasta los ojos, sollozaba de sopor, madre, y de pronto se levantó a<br />

duras penas en una pausa d<strong>el</strong> baile y acabó de soltarse los botones de la<br />

guerrera y luego se soltó los de la bragueta y quedó abierto en canal<br />

asperjando los descotes perfumados de las señoras de embajadores y<br />

ministros con su mustia manguera de zopilote, ensopaba con su agrio orín de<br />

borracho de guerra los tiernos regazos de mus<strong>el</strong>ina, los corpiños de brocados<br />

de oro, los abanicos de avestruz, cantando impasible en medio d<strong>el</strong> pánico que<br />

soy <strong>el</strong> amante desairado que riega las rosas de tu verg<strong>el</strong>, oh rosas primorosas,<br />

cantaba, sin que nadie se atreviera a someterlo, ni siquiera él, porque yo me<br />

sabía con más poder que cada uno de <strong>el</strong>los pero con mucho menos que dos de<br />

<strong>el</strong>los confabulados, todavía inconsciente de que él veía a los otros como eran<br />

mientras los otros no lograron vislumbrar jamás <strong>el</strong> pensamiento oculto d<strong>el</strong><br />

anciano de granito cuya serenidad era apenas semejante a su prudencia sin<br />

escollos y a su inconmensurable disposición para esperar, sólo veíamos los<br />

ojos lúgubres, los labios yertos, la mano de donc<strong>el</strong>la púdica que ni siquiera se<br />

estremeció en <strong>el</strong> pomo d<strong>el</strong> sable <strong>el</strong> mediodía de horror en que le vinieron con la<br />

novedad mi general de que <strong>el</strong> comandante Narciso López enfermo de grifa<br />

verde y de aguardiente de anís se le metió en <strong>el</strong> retrete a un dragoneante de la<br />

guardia presidencial y lo calentó a su gusto con recursos de mujer brava y<br />

después lo obligó a que me lo metas todo, carajo, es una orden, todo, mi amor,<br />

hasta tus p<strong>el</strong>oticas de oro, llorando de dolor, llorando de rabia, hasta que se<br />

encontró consigo mismo vomitando de humillación en cuatro patas con la<br />

cabeza metida en los vapores fétidos d<strong>el</strong> excusado, y entonces levantó en vilo<br />

al dragoneante adónico y lo clavó con una lanza llanera como una mariposa en<br />

<strong>el</strong> gob<strong>el</strong>ino primaveral de la sala de audiencias sin que nadie se atreviera a<br />

desclavarlo en tres días, pobre hombre, porque él no hacia nada más que

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