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gabriel-garcc3ada-mc3a1rquez-el-otoc3b1o-del-patriarca

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<strong>el</strong> confín oriental de Santa María d<strong>el</strong> Altar, la izquierda en <strong>el</strong> occidente sin<br />

límites de los desiertos de salitre, un brazo en los páramos, <strong>el</strong> otro en la s<strong>el</strong>va,<br />

los pedazos d<strong>el</strong> tronco fritos en manteca de cerdo y expuestos a sol y sereno<br />

hasta que se quedaron en <strong>el</strong> hueso p<strong>el</strong>ado a todo lo ancho y a todo lo azaroso<br />

y difícil de este burd<strong>el</strong> de negros para que nadie se quedara sin saber cómo<br />

terminan los que levantan la mano contra su padre, y todavía verde de rabia se<br />

fue por entre los rosales que la guardia presidencial espulgaba de leprosos a<br />

punta de bayoneta para ver si por fin dan la cara, matreros, subió a la planta<br />

principal apartando a patadas a los paralíticos a ver si al fin aprenden quién fue<br />

<strong>el</strong> que les puso a parir sus madres, hijos de puta, atravesó los corredores<br />

gritando que se quiten carajo que aquí viene <strong>el</strong> que manda por entre <strong>el</strong> pánico<br />

de los oficinistas y los aduladores impávidos que lo proclamaban <strong>el</strong> eterno, dejó<br />

a lo largo de la casa <strong>el</strong> rastro d<strong>el</strong> reguero de piedras de su resu<strong>el</strong>lo de horno,<br />

desapareció en la sala de audiencias como un r<strong>el</strong>ámpago fugitivo hacia los<br />

aposentos privados, entró en <strong>el</strong> dormitorio, cerró las tres aldabas, los tres<br />

pestillos, los tres cerrojos, y se quitó con la punta de los dedos los pantalones<br />

que llevaba puestos ensopados de mierda. No conoció un instante de<br />

descanso husmeando en su contorno para encontrar al enemigo oculto que<br />

había armado al falso leproso, pues sentía que era alguien al alcance de su<br />

mano, alguien tan próximo a su vida que conocía los escondrijos de su mi<strong>el</strong> de<br />

abejas, que tenía ojos en las cerraduras y oídos en las paredes a toda hora y<br />

en todas partes como mis retratos, una presencia voluble que silbaba en los<br />

alisios de enero y lo reconocía desde <strong>el</strong> rescoldo de los jazmines en las noches<br />

de calor, que lo persiguió durante meses y meses en <strong>el</strong> espanto de los<br />

insomnios arrastrando sus pavorosas patas de aparecido por los cuartos mejor<br />

traspuestos de la casa en tinieblas, hasta una noche de dominó en que vio <strong>el</strong><br />

presagio materializado en una mano pensativa que cerró <strong>el</strong> juego con <strong>el</strong> doble<br />

cinco, y fue como si una voz interior le hubiera rev<strong>el</strong>ado que aqu<strong>el</strong>la mano era<br />

la mano de la traición, carajo, éste es, se dijo perplejo, y entonces levantó la<br />

vista a través d<strong>el</strong> chorro de luz de la lámpara colgada en <strong>el</strong> centro de la mesa y<br />

se encontró con los hermosos ojos de artillero de mi compadre d<strong>el</strong> alma <strong>el</strong><br />

general Rodrigo de Aguilar, qué vaina, su brazo fuerte, su cómplice sagrado, no<br />

era posible, pensaba, tanto más dolorido cuanto más a fondo descifraba la<br />

urdimbre de las falsas verdades con que lo habían entretenido durante tantos

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