gabriel-garcc3ada-mc3a1rquez-el-otoc3b1o-del-patriarca
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de terciop<strong>el</strong>o eclesiástico d<strong>el</strong> vagón de responsos de mi destino irrevocable él<br />
iba preguntándose dónde estaba mi viejo trencito de cuatro patas, carajo, mis<br />
ramazones de anacondas y balsaminas venenosas, mi alboroto de micos, mis<br />
aves d<strong>el</strong> paraíso, la patria entera con su dragón, madre, dónde están si aquí<br />
estaban las estaciones de indias taciturnas con sombreros ingleses que<br />
vendían animales de almíbar por las ventanas, vendían papas nevadas, madre,<br />
vendían gallinas sancochadas en manteca amarilla bajo los arcos de letreros<br />
de flores de gloria eterna al benemérito que nadie sabe dónde está, pero<br />
siempre que él protestaba que aqu<strong>el</strong>la vida de prófugo era peor que estar<br />
muerto le contestaban que no mi general, era la paz dentro d<strong>el</strong> orden, le<br />
decían, y él terminaba por aceptar, de acuerdo, una vez más deslumbrado por<br />
la fascinación personal de José Ignacio Sáenz de la Barra de mi desmadre a<br />
quien tantas veces había degradado y escupido en la rabia de los insomnios<br />
pero volvía a sucumbir ante sus encantos no bien entraba en la oficina con la<br />
luz d<strong>el</strong> sol cabestreando ese perro con mirada de gente humana que no<br />
abandona ni siquiera para orinar y además tiene nombre de gente, Lord<br />
Kóch<strong>el</strong>, y otra vez aceptaba sus fórmulas con una mansedumbre que lo<br />
sublevaba contra sí mismo, no se preocupe Nacho, admitía, cumpla con su<br />
deber, de modo que José Ignacio Sáenz de la Barra volvía una vez más con<br />
sus poderes intactos a la fábrica de suplicios que había instalado a menos de,<br />
quinientos metros de la casa presidencial en <strong>el</strong> inocente edificio de<br />
mampostería colonial donde había estado <strong>el</strong> manicomio de los holandeses, una<br />
casa tan grande como la suya, mi general, escondida en un bosque de<br />
almendros y rodeada por un prado de violetas silvestres, cuya primera planta<br />
estaba destinada a los servicios de identificación y registro d<strong>el</strong> estado civil y en<br />
<strong>el</strong> resto estaban instaladas las máquinas de tortura más ingeniosas y bárbaras<br />
que podía concebir la imaginación, tanto que él no había querido conocerlas<br />
sino que le advirtió a Sáenz de la Barra que usted siga cumpliendo con su<br />
deber como mejor convenga a los intereses de la patria con la única condición<br />
de que yo no sé nada ni he visto nada ni he estado nunca en ese lugar, y<br />
Sáenz de la Barra empeñó su palabra de honor para servir a usted, general, y<br />
había cumplido, igual que cumplió su orden de no volver a martirizar a los niños<br />
menores de cinco años con polos <strong>el</strong>éctricos en los testículos para forzar la<br />
confesión de sus padres porque él temía que aqu<strong>el</strong>la infamia pudiera repetirle