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Nazareno, escribía, mi única y legítima esposa que lo había enseñado a leer y<br />

escribir en la plenitud de la vejez, hacía esfuerzos por evocar su imagen<br />

pública, quería volver a verla con la sombrilla de tafetán con los colores de la<br />

bandera y su cu<strong>el</strong>lo de colas de zorros plateados de primera dama, pero sólo<br />

conseguía recordarla desnuda a las dos de la tarde bajo la luz de harina d<strong>el</strong><br />

mosquitero, se acordaba d<strong>el</strong> lento reposo de tu cuerpo manso y lívido en <strong>el</strong><br />

zumbido d<strong>el</strong> ventilador <strong>el</strong>éctrico, sentía tus tetas vivas, tu olor de perra, <strong>el</strong><br />

rumor corrosivo de tus manos feroces de novicia que cortaban la leche y<br />

oxidaban <strong>el</strong> oro y marchitaban las flores, pero eran buenas manos para <strong>el</strong><br />

amor, porque sólo <strong>el</strong>la había alcanzado <strong>el</strong> triunfo inconcebible de que te quites<br />

las botas que me ensucias mis sábanas de bramante, y <strong>el</strong> se las quitaba, que<br />

te quites los arneses que me lastimas <strong>el</strong> corazón con las hebillas, y él se los<br />

quitaba, que te quites <strong>el</strong> sable, y <strong>el</strong> braguero, y las polainas, que te quites todo<br />

mi vida que no te siento, y él se quitaba todo para ti como no lo había hecho<br />

antes ni había de hacerlo nunca con ninguna mujer después de Leticia<br />

Nazareno, mi único y legítimo amor, suspiraba, escribía los suspiros en las tiras<br />

de memoriales amarillentos que enrollaba como cigarrillos para esconderlos en<br />

los resquicios menos pensados de la casa donde sólo él pudiera encontrarlos<br />

para acordarse de quién era él mismo cuando ya no pudiera acordarse de<br />

nada, donde nadie los encontró jamás cuando inclusive la imagen de Leticia<br />

Nazareno acabó de escurrirse por los desaguaderos de la memoria y sólo<br />

quedó <strong>el</strong> recuerdo indestructible de su madre Bendición Alvarado en las tardes<br />

de adioses de la mansión de los suburbios, su madre moribunda que<br />

convocaba a las gallinas haciendo sonar los granos de maíz en una totuma<br />

para que él no advirtiera que se estaba muriendo, que le seguía llevando las<br />

aguas de frutas a la hamaca colgada entre los tamarindos para que él no<br />

sospechara que apenas si podía respirar de dolor, su madre que lo había<br />

concebido sola, que lo había parido sola, que se estuvo pudriendo sola hasta<br />

que <strong>el</strong> sufrimiento solitario se hizo tan intenso que fue más fuerte que <strong>el</strong> orgullo<br />

y tuvo que pedirle al hijo que me mires la espalda para ver por qué siento este<br />

fulgor de brasas que no me deja vivir, y se quitó la camisola, se volvió, y él<br />

contempló con un horror callado las espaldas maceradas por las úlceras<br />

humeantes en cuya pestilencia de pulpa de guayaba se reventaban las<br />

burbujas minúsculas de las primeras larvas de los gusanos. Malos tiempos

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