gabriel-garcc3ada-mc3a1rquez-el-otoc3b1o-del-patriarca
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pensábamos que era él quien había hecho salir las vacas que andaban<br />
triscando en las grietas de las baldosas de la Plaza de Armas donde <strong>el</strong> ciego<br />
sentado a la sombra de las palmeras moribundas confundió las pezuñas con<br />
botas de militares y recitaba los versos d<strong>el</strong> f<strong>el</strong>iz caballero que llegaba de lejos<br />
vencedor de la muerte, los recitaba con toda la voz y la mano tendida hacia las<br />
vacas que se trepaban a comerse las guirnaldas de balsaminas d<strong>el</strong> quiosco de<br />
la música por la costumbre de subir y bajar escaleras para comer, se quedaron<br />
a vivir entre las ruinas de las musas coronadas de cam<strong>el</strong>ias silvestres y los<br />
micos colgados de las liras de los escombros d<strong>el</strong> Teatro Nacional, entraban<br />
muertas de sed con un estrépito de tiestos de nardos en la penumbra fresca de<br />
los zaguanes d<strong>el</strong> barrio de los virreyes y sumergían los hocicos abrasados en<br />
<strong>el</strong> estanque d<strong>el</strong> patio interior sin que nadie se atreviera a molestarlas porque<br />
conocíamos la marca congénita d<strong>el</strong> hierro presidencial que las hembras<br />
llevaban en las ancas y los machos en <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo, eran intocables, los propios<br />
soldados les cedían <strong>el</strong> paso en los vericuetos de la calle d<strong>el</strong> comercio que<br />
había perdido su fragor antiguo de zoco infernal, sólo quedaba un pudridero de<br />
costillares rotos y arboladuras desbaratadas en los charcos de miasmas<br />
ardientes donde estuvo <strong>el</strong> mercado público cuando todavía teníamos <strong>el</strong> mar y<br />
las goletas encallaban entre las mesas de legumbres, quedaban los locales<br />
vacíos de los que fueron en sus tiempos de gloria los bazares de los hindúes,<br />
pues los hindúes se habían ido, ni las gracias dieron mi general, y él gritó qué<br />
carajo, aturdido por sus últimos berrinches seniles, que se larguen a limpiar<br />
mierda de ingleses, gritó, se fueron todos, surgieron en su lugar los vendedores<br />
callejeros de amuletos de indios y antídotos de culebras, los frenéticos<br />
ventorrillos de discos con camas de alquiler en la trastienda que los soldados<br />
desbarataron a culatazos mientras los hierros de la catedral anunciaban <strong>el</strong><br />
du<strong>el</strong>o, todo se había acabado antes que él, nos habíamos extinguido hasta <strong>el</strong><br />
último soplo en la espera sin esperanza de que algún día fuera verdad <strong>el</strong> rumor<br />
reiterado y siempre desmentido de que había por fin sucumbido a cualquiera de<br />
sus muchas enfermedades de rey, y sin embargo no lo creíamos ahora que era<br />
cierto, y no porque en realidad no lo creyéramos sino porque ya no queríamos<br />
que fuera cierto, habíamos terminado por no entender cómo seriamos sin él,<br />
qué sería de nuestras vidas después de él, no podía concebir <strong>el</strong> mundo sin <strong>el</strong><br />
hombre que me había hecho f<strong>el</strong>iz a los doce años como ningún otro lo volvió a