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gabriel-garcc3ada-mc3a1rquez-el-otoc3b1o-del-patriarca

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nardos y los girasoles, surcamos los cauces tenebrosos de la clausura d<strong>el</strong><br />

convento de las vizcaínas, vimos las c<strong>el</strong>das abandonadas, vimos <strong>el</strong> clavicordio<br />

a la deriva en la alberca íntima de la sala de canto, vimos en <strong>el</strong> fondo de las<br />

aguas dormidas d<strong>el</strong> refectorio a la comunidad completa de vírgenes ahogadas<br />

en sus puestos de comer frente a la larga mesa servida, y vio al salir por los<br />

balcones <strong>el</strong> extenso espacio lacustre bajo <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o radiante donde había estado<br />

la ciudad y sólo entonces creyó que era cierta la novedad mi general de que<br />

este desastre había ocurrido en <strong>el</strong> mundo entero sólo para librarme d<strong>el</strong><br />

tormento de Manu<strong>el</strong>a Sánchez, carajo, qué bárbaros que son los métodos de<br />

Dios comparados con los nuestros, pensaba complacido, contemplando la<br />

ciénaga turbia donde había estado la ciudad y en cuya superficie sin límites<br />

flotaba todo un mundo de gallinas ahogadas y no sobresalían sino las torres de<br />

la catedral, <strong>el</strong> foco d<strong>el</strong> faro, las terrazas de sol de las mansiones de cal y canto<br />

d<strong>el</strong> barrio de los virreyes, las islas dispersas de las colinas d<strong>el</strong> antiguo puerto<br />

negrero donde estaban acampados los náufragos d<strong>el</strong> huracán, los últimos<br />

sobrevivientes incrédulos que contemplamos <strong>el</strong> paso silencioso de la barcaza<br />

pintada con los colores de la bandera por entre los sargazos de los cuerpos<br />

inertes de las gallinas, vimos los ojos tristes, los labios mustios, la mano<br />

pensativa que hacía señales de cruces de bendición para que cesaran las<br />

lluvias y brillara <strong>el</strong> sol, y devolvió la vida a las gallinas ahogadas, y ordenó que<br />

bajaran las aguas y las aguas bajaron. En medio de las campanas de júbilo, los<br />

cohetes de fiesta, las músicas de gloria con que se c<strong>el</strong>ebró la primera piedra de<br />

la reconstrucción, y en medio de los gritos de la muchedumbre que se<br />

concentró en la Plaza de Armas para glorificar al benemérito que puso en fuga<br />

al dragón d<strong>el</strong> huracán, alguien lo agarró por <strong>el</strong> brazo para sacarlo al balcón<br />

pues ahora más que nunca <strong>el</strong> pueblo necesita su palabra de aliento, y antes de<br />

que pudiera evadirse sintió <strong>el</strong> clamor unánime que se le metió en las entrañas<br />

como un viento de mala mar, que viva <strong>el</strong> macho, pues desde <strong>el</strong> primer día de<br />

su régimen conoció <strong>el</strong> desamparo de ser visto por toda una ciudad al mismo<br />

tiempo, se le petrificaron las palabras, comprendió en un dest<strong>el</strong>lo de lucidez<br />

mortal que no tenía valor ni lo tendría jamás para asomarse de cuerpo entero al<br />

abismo de las muchedumbres, de modo que en la Plaza de Armas sólo<br />

percibimos la imagen efímera de siempre, <strong>el</strong> c<strong>el</strong>aje de un anciano inasible<br />

vestido de lienzo que impartió una bendición silenciosa desde <strong>el</strong> balcón

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