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gabriel-garcc3ada-mc3a1rquez-el-otoc3b1o-del-patriarca

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seguía lamentándose por costumbre ni por engaño sino porque él ya no la<br />

hacía partícipe de sus quebrantos ni se precipitaba como antes a compartir con<br />

<strong>el</strong>la los mejores secretos d<strong>el</strong> poder, y había cambiado tanto desde los tiempos<br />

de los infantes que a Bendición Alvarado le parecía que él estaba más viejo<br />

que <strong>el</strong>la, que la había dejado atrás en <strong>el</strong> tiempo, lo sentía trastabillar en las<br />

palabras, se le enredaban las cuentas de la realidad, a veces babeaba, y la<br />

había asaltado una compasión que no era de madre sino de hija cuando lo vio<br />

llegar a la mansión de los suburbios cargado de paquetes que se desesperaba<br />

por abrir todos al mismo tiempo, reventaba los cáñamos con los dientes, se le<br />

rompían las uñas con los sunchos antes de que <strong>el</strong>la encontrara las tijeras en <strong>el</strong><br />

canasto de costura, sacaba todo a manos llenas d<strong>el</strong> matorral de ripios<br />

ahogándose en las ansias de su vu<strong>el</strong>o, mire qué buenas vainas, madre, decía,<br />

una sirena viva en un acuario, un áng<strong>el</strong> de cuerda de tamaño natural que<br />

volaba por los aposentos dando la hora con una campana, un caracol gigante<br />

en cuyo interior no se escuchaba <strong>el</strong> oleaje y <strong>el</strong> viento de los mares sino la<br />

música d<strong>el</strong> himno nacional, qué vainas tan berracas, madre, ya ve qué bueno<br />

es no ser pobre, decía, pero <strong>el</strong>la no le alentaba <strong>el</strong> entusiasmo sino que se<br />

ponía a mordisquear los pinc<strong>el</strong>es de pintar oropéndolas para que <strong>el</strong> hijo no<br />

notara que <strong>el</strong> corazón se le desmigajaba de lástima evocando un pasado que<br />

nadie conocía como <strong>el</strong>la, recordando cuánto le había costado a él quedarse en<br />

la silla en que estaba sentado, y no en estos tiempos de ahora, señor, no en<br />

estos tiempos fáciles en que <strong>el</strong> poder era una materia tangible y única, una<br />

bolita de vidrio en la palma de la mano, como él decía, sino cuando era un<br />

sábalo fugitivo que nadaba sin dios ni ley en un palacio de vecindad,<br />

perseguido por la cáfila voraz de los últimos caudillos de la guerra federal que<br />

me habían ayudado a derribar al general y poeta Lautaro Muñoz, un déspota<br />

ilustrado a quien Dios tenga en su santa gloria con sus misales de Suetonio en<br />

latín y sus cuarenta y dos caballos de sangre azul, pero a cambio de sus<br />

servicios de armas se habían apoderado de las haciendas y ganados de los<br />

antiguos señores proscritos y se habían repartido <strong>el</strong> país en provincias<br />

autónomas con <strong>el</strong> argumento inap<strong>el</strong>able de que esto es <strong>el</strong> federalismo mi<br />

general, por esto hemos derramado la sangre de nuestras venas, y eran reyes<br />

absolutos en sus tierras, con sus leyes propias, sus fiestas patrias personales,<br />

su pap<strong>el</strong> moneda firmado por <strong>el</strong>los mismos, sus uniformes de gala con sables

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