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gabriel-garcc3ada-mc3a1rquez-el-otoc3b1o-del-patriarca

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lodo, las ávidas cercas de alambre de púa de sus provincias privadas donde<br />

proliferaba sin cuento ni medida una especie nueva de vacas magníficas que<br />

nacían con la marca hereditaria d<strong>el</strong> hierro presidencial. No sólo habíamos<br />

terminado por creer de veras que él estaba concebido para sobrevivir al tercer<br />

cometa, sino que esa convicción nos había infundido una seguridad y un<br />

sosiego que creíamos disimular con toda clase de chistes sobre la vejez, le<br />

atribuíamos a él las virtudes seniles de las tortugas y los hábitos de los<br />

<strong>el</strong>efantes, contábamos en las cantinas que alguien había anunciado al consejo<br />

de gobierno que él había muerto y que todos los ministros se miraron<br />

asustados y se preguntaron asustados que ahora quién se lo va a decir a él, ja,<br />

ja, ja, cuando la verdad era que a él no le hubiera importado saberlo ni hubiera<br />

estado muy seguro él mismo de si aqu<strong>el</strong> chiste callejero era cierto o falso, pues<br />

entonces nadie sabía sino él que sólo le quedaban en las troneras de la<br />

memoria unas cuantas piltrafas su<strong>el</strong>tas de los vestigios d<strong>el</strong> pasado, estaba solo<br />

en <strong>el</strong> mundo, sordo como un espejo, arrastrando sus densas patas decrépitas<br />

por oficinas sombrías donde alguien de levita y cu<strong>el</strong>lo de almidón le había<br />

hecho una seña enigmática con un pañu<strong>el</strong>o blanco, adiós, le dijo él, <strong>el</strong> equívoco<br />

se convirtió en ley, los oficinistas de la casa presidencial tenían que ponerse de<br />

pie con un pañu<strong>el</strong>o blanco cuando él pasaba, los centin<strong>el</strong>as en los corredores,<br />

los leprosos en los rosales lo despedían al pasar con un pañu<strong>el</strong>o blanco, adiós<br />

mi general, adiós, pero él no oía, no oía nada desde los lutos crepusculares de<br />

Leticia Nazareno cuando pensaba que a los pájaros de sus jaulas se les estaba<br />

gastando la voz de tanto cantar y les daba de comer de su propia mi<strong>el</strong> de<br />

abejas para que cantaran más alto, les echaba gotas de cantorina en <strong>el</strong> pico<br />

con un gotero, les cantaba canciones de otra época, fúlgida luna d<strong>el</strong> mes de<br />

enero, cantaba, pues no se daba cuenta de que no eran los pájaros que<br />

estuvieran perdiendo la fuerza de la voz sino que era él que oía cada vez<br />

menos, y una noche <strong>el</strong> zumbido de los tímpanos se rompió en pedazos, se<br />

acabó, se quedó convertido en un aire de argamasa por donde pasaban<br />

apenas los lamentos de adioses de los buques ilusorios de las tinieblas d<strong>el</strong><br />

poder, pasaban vientos imaginarios, bullarangas de pájaros interiores que<br />

acabaron por consolarlo d<strong>el</strong> abismo d<strong>el</strong> silencio de los pájaros de la realidad.<br />

Las pocas personas que entonces tenían acceso a la casa civil lo veían en <strong>el</strong><br />

mecedor de mimbre sobr<strong>el</strong>levando <strong>el</strong> bochorno de las dos de la tarde bajo <strong>el</strong>

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