gabriel-garcc3ada-mc3a1rquez-el-otoc3b1o-del-patriarca
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mismo cuando su médico personal <strong>el</strong> ministro de la salud le examinaba la<br />
retina con una lupa cada vez que lo invitaba a almorzar, le contaba <strong>el</strong> pulso,<br />
quería obligarlo a tomar cucharadas de ceregén para taparme los sumideros de<br />
la memoria, qué vaina, cucharadas a mí que no he tenido más tropiezos en<br />
esta vida que las tercianas de la guerra, a la mierda doctor, se quedó comiendo<br />
solo en la mesa sola con las espaldas vu<strong>el</strong>tas hacia <strong>el</strong> mundo como <strong>el</strong> erudito<br />
embajador Maryland le había dicho que comían los reyes de Marruecos, comía<br />
con <strong>el</strong> tenedor y <strong>el</strong> cuchillo y la cabeza erguida de acuerdo con las normas<br />
severas de una maestra olvidada, recorría la casa entera buscando los frascos<br />
de mi<strong>el</strong> cuyos escondites se le perdían a las pocas horas y encontraba por<br />
equivocación los pitillos de márgenes de memoriales que él escribía en otra<br />
época para no olvidar nada cuando ya no pudiera acordarse de nada, leyó en<br />
uno que mañana es martes, leyó que había una cifra en tu blanco pañu<strong>el</strong>o roja<br />
cifra de un nombre que no era <strong>el</strong> tuyo mi dueño, leyó intrigado Leticia Nazareno<br />
de mi alma mira en lo que he quedado sin ti, leía Leticia Nazareno por todas<br />
partes sin poder entender que alguien fuera tan desdichado para dejar aqu<strong>el</strong><br />
reguero de suspiros escritos, y sin embargo era mi letra, la única caligrafía de<br />
mano izquierda que se encontraba entonces en las paredes de los excusados<br />
donde escribía para consolarse que viva <strong>el</strong> general, que viva, carajo, curado de<br />
raíz de la rabia de haber sido <strong>el</strong> más débil de los militares de tierra mar y aire<br />
por una prófuga de clausura de la cual no quedaba sino <strong>el</strong> nombre escrito a<br />
lápiz en tiras de pap<strong>el</strong> como él lo había resu<strong>el</strong>to cuando ni siquiera quiso tocar<br />
las cosas que los edecanes pusieron sobre <strong>el</strong> escritorio y ordenó sin mirarlas<br />
que se lleven esos zapatos, esas llaves, todo cuanto pudiera evocar la imagen<br />
de sus muertos, que pusieran todo lo que fue de <strong>el</strong>los dentro d<strong>el</strong> dormitorio de<br />
sus siestas desaforadas y tapiaran las puertas y las ventanas con la orden final<br />
de no entrar en ese cuarto ni por orden mía, carajo, sobrevivió al escalofrío<br />
nocturno de los aullidos de pavor de los perros encadenados en <strong>el</strong> patio<br />
durante muchos meses porque pensaba que cualquier daño que les hiciera<br />
podía dolerle a sus muertos, se abandonó en la hamaca, temblando de la rabia<br />
de saber quiénes eran los asesinos de su sangre y tener que soportar la<br />
humillación de verlos en su propia casa porque en aqu<strong>el</strong> momento carecía de<br />
poder contra <strong>el</strong>los, se había opuesto a cualquier clase de honores póstumos,<br />
había prohibido las visitas de pésame, <strong>el</strong> luto, esperaba su hora meciéndose de