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presidencial y desapareció al instante, pero aqu<strong>el</strong>la visión fugaz nos bastaba<br />

para sustentar la confianza de que él estaba ahí, v<strong>el</strong>ando nuestra vigilia y<br />

nuestro sueño bajo los tamarindos históricos de la mansión de los suburbios,<br />

estaba absorto en <strong>el</strong> mecedor de mimbre, con <strong>el</strong> vaso de limonada intacto en la<br />

mano oyendo <strong>el</strong> ruido de los granos de maíz que su madre Bendición Alvarado<br />

venteaba en la totuma, viéndola a través de la reverberación d<strong>el</strong> calor de las<br />

tres cuando agarró una gallina cenicienta y se la metió debajo d<strong>el</strong> trazo y le<br />

torcía <strong>el</strong> pescuezo con una cierta ternura mientras me decía con una voz de<br />

madre mirándome a los ojos que te estás volviendo tísico de tanto pensar sin<br />

alimentarte bien, quédate a comer esta noche, le suplicó, tratando de seducirlo<br />

con la tentación de la gallina estrangulada que sostenía con ambas manos para<br />

que no se le escapara en los estertores de la agonía, y él dijo que está bien,<br />

madre, me quedo, se quedaba hasta <strong>el</strong> anochecer con los ojos cerrados en <strong>el</strong><br />

mecedor de mimbre, sin dormir, arrullado por <strong>el</strong> suave olor de la gallina<br />

hirviendo en la olla, pendiente d<strong>el</strong> curso de nuestras vidas, pues lo único que<br />

nos daba seguridad sobre la tierra era la certidumbre de que él estaba ahí,<br />

invulnerable a la peste y al ciclón, invulnerable a la burla de Manu<strong>el</strong>a Sánchez,<br />

invulnerable al tiempo, consagrado a la dicha mesiánica de pensar para<br />

nosotros, sabiendo que nosotros sabíamos que él no había de tomar por<br />

nosotros ninguna de terminación que no tuviera nuestra medida, pues él no<br />

había sobrevivido a todo por su valor inconcebible ni por su infinita prudencia<br />

sino porque era <strong>el</strong> único de nosotros que conocía <strong>el</strong> tamaño real de nuestro<br />

destino, y hasta ahí había llegado, madre, se había sentado a descansar al<br />

término de un arduo viaje en la última piedra histórica de la remota frontera<br />

oriental donde estaban esculpidos <strong>el</strong> nombre y las fechas d<strong>el</strong> último soldado<br />

muerto en defensa de la integridad de la patria, había visto la ciudad lúgubre y<br />

glacial de la nación contigua, vio la llovizna eterna, la bruma matinal con olor de<br />

hollín, los hombres vestidos de etiqueta en los tranvías <strong>el</strong>éctricos, los entierros<br />

de alcurnia en las carrozas góticas de percherones blancos con morriones de<br />

plumas, los niños durmiendo envu<strong>el</strong>tos en periódicos en <strong>el</strong> atrio de la catedral,<br />

carajo, qué gente tan rara, exclamó, parecen poetas, pero no lo eran, mi<br />

general, son los godos en <strong>el</strong> poder, le dijeron, y había vu<strong>el</strong>to de aqu<strong>el</strong> viaje<br />

exaltado por la rev<strong>el</strong>ación de que no hay nada igual a este viento de guayabas<br />

podridas y este fragor de mercado y este hondo sentimiento de pesadumbre al

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