gabriel-garcc3ada-mc3a1rquez-el-otoc3b1o-del-patriarca
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de la calle y salían por <strong>el</strong> otro en un saco de huesos, se comían asados a los<br />
hijos de los ricos mi general, los vendían en <strong>el</strong> mercado convertidos en<br />
longanizas, imagínese, pues allí había nacido y allí vivía Manu<strong>el</strong>a Sánchez de<br />
mi mala suerte, una caléndula de muladar cuya b<strong>el</strong>leza inverosímil era <strong>el</strong><br />
asombro de la patria mi general, y él se sintió tan intrigado con la rev<strong>el</strong>ación<br />
que si todo eso es verdad como ustedes dicen no sólo la recibo en audiencia<br />
especial sino que bailo con <strong>el</strong>la <strong>el</strong> primer vals, qué carajo, que lo escriban en<br />
los periódicos, ordenó, esas vainas les encantan a los pobres. Sin embargo, la<br />
noche después de la audiencia, mientras jugaban al dominó, le comentó con<br />
una amargura cierta al general Rodrigo de Aguilar que la reina de los pobres no<br />
valía ni <strong>el</strong> trabajo de bailar con <strong>el</strong>la, que era tan ordinaria como tantas<br />
Manu<strong>el</strong>as Sánchez de barriada con su traje de ninfa de volantes de mus<strong>el</strong>ina y<br />
la corona dorada con joyas de artificio y una rosa en la mano bajo la vigilancia<br />
de una madre que la cuidaba como si fuera de oro, así que él le había<br />
concedido todo cuanto quería que no era más que la luz <strong>el</strong>éctrica y <strong>el</strong> agua<br />
corriente para su barrio de las p<strong>el</strong>eas de perro, pero advirtió que era la última<br />
vez que recibo una misión de súplicas, qué carajo, no vu<strong>el</strong>vo a hablar con<br />
pobres, dijo, sin terminar la partida, dio un portazo, se fue, oyó los golpes de<br />
metal de las ocho, les puso <strong>el</strong> pienso a las vacas en los establos, hizo subir las<br />
bostas de boñiga, revisó la casa completa mientras comía caminando con <strong>el</strong><br />
plato en la mano, comía carne guisada con frijoles, arroz blanco y tajadas de<br />
plátano verde, contó los centin<strong>el</strong>as desde <strong>el</strong> portón de entrada hasta los<br />
dormitorios, estaban completos y en su puesto, catorce, vio <strong>el</strong> resto de su<br />
guardia personal jugando dominó en <strong>el</strong> retén d<strong>el</strong> primer patio, vio los leprosos<br />
acostados entre los rosales, los paralíticos en las escaleras, eran las nueve,<br />
puso en una ventana <strong>el</strong> plato de comida sin terminar y se encontró manoteando<br />
en la atmósfera de fango de las barracas de las concubinas que dormían hasta<br />
tres con sus sietemesinos en una misma cama, se acaballó sobre un montón<br />
oloroso a guiso de ayer y apartó para acá dos cabezas y para allá seis piernas<br />
y tres brazos sin preguntarse si alguna vez sabría quién era quién ni cuál fue la<br />
que al fin lo amamantó sin despertar, sin soñar con él, ni de quién había sido la<br />
voz que murmuró dormida desde otra cama que no se apure tanto general que<br />
se asustan los niños, regresó al interior de la casa, revisó las fallebas de las<br />
veintitrés ventanas, encendió las plastas de boñiga cada cinco metros desde <strong>el</strong>