gabriel-garcc3ada-mc3a1rquez-el-otoc3b1o-del-patriarca
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con <strong>el</strong> arzobispo primado y la asociación de padres de familia para construir <strong>el</strong><br />
nuevo edificio de tres pisos frente al mar donde las infantas de las familias de<br />
grandes ínfulas quedaron a salvo de las asechanzas d<strong>el</strong> seductor crepuscular<br />
cuyo cuerpo de sábalo varado bocarriba en la mesa de banquetes empezaba a<br />
perfilarse contra las malvas lívidas d<strong>el</strong> horizonte de cráteres de luna de nuestra<br />
primera aurora sin él, estaba al abrigo de todo entre los agapantos nevados,<br />
libre por fin de su poder absoluto al cabo de tantos años de cautiverio recíproco<br />
que resultaba imposible distinguir quién era víctima de quién en aqu<strong>el</strong><br />
cementerio de presidentes vivos que habían pintado de blanco de tumba por<br />
dentro y por fuera sin consultarlo conmigo sino que le ordenaban sin<br />
reconocerlo que no pase aquí señor que nos ensucia la cal, y él no pasaba,<br />
quédese en <strong>el</strong> piso de arriba señor que le puede caer un andamio encima, y él<br />
se quedaba, aturdido por <strong>el</strong> estrépito de los carpinteros y la rabia de los<br />
albañiles que le gritaban que se aparte de aquí viejo pendejo que se va a cagar<br />
en la mezcla, y él se apartaba, más obediente que un soldado en los duros<br />
meses de una restauración inconsulta que abrió ventanas nuevas a los vientos<br />
d<strong>el</strong> mar, más solo que nunca bajo la vigilancia feroz de una escolta cuya misión<br />
no parecía ser la de protegerlo sino de vigilarlo, se comían la mitad de su<br />
comida para impedir que lo envenenaran, le cambiaban los escondites de la<br />
mi<strong>el</strong> de abejas, le calzaban la espu<strong>el</strong>a de oro como a los gallos de p<strong>el</strong>ea para<br />
que no le campaneara al caminar, qué carajo, toda una sarta de astucias de<br />
vaqueros que habrían hecho morir de risa a mi compadre Saturno Santos, vivía<br />
a merced de once atarvanes de saco y corbata que se pasaban <strong>el</strong> día haciendo<br />
maromas japonesas, movían un aparato de focos verdes y colorados que se<br />
encienden y se apagan cuando alguien tiene un arma en un círculo de<br />
cincuenta metros, y andamos por la calle como fugitivos en siete automóviles<br />
iguales que cambiaban de lugar ad<strong>el</strong>antándose unos a otros en <strong>el</strong> camino de<br />
modo que ni yo mismo sé en cuál es <strong>el</strong> que voy, qué carajo, un gasto inútil de<br />
pólvora en gallinazos porque él había apartado los visillos para ver las calles al<br />
cabo de tantos años de encierro y vio que nadie se inmutaba con <strong>el</strong> paso<br />
sigiloso de las limusinas fúnebres de la caravana presidencial, vio los arrecifes<br />
de vidrios solares de los ministerios que se alzaban más altos que las torres de<br />
la catedral y habían tapado los promontorios de colores de las barracas de los<br />
negros en las colinas d<strong>el</strong> puerto, vio una patrulla de soldados que borraban un