151-25 - Biblioteca Católica Digital
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símbolo: «la cuerda de tres cabos tarda en romperse.»<br />
En su diario El oficio de vivir anotaba Pavese: «La mayor<br />
de las desventuras es la soledad y por eso es tan verdadero<br />
que el consuelo supremo, la religión, consiste<br />
en encontrar una compañía que no engaña, Dios. La<br />
plegaria es un desahogo, como con un amigo. Todo el<br />
problema de la vida es, por tanto, éste: cómo romper<br />
la propia soledad, cómo comunicarse con los otros.»<br />
La negra sima de la soledad puede tener tres vorágines<br />
diversas: el aislamiento de Dios, de los otros,<br />
de sí mismo. Quien cae en estos tres abismos es ya<br />
un ser muerto porque, como decía Teresa de Jesús,<br />
«sin amor todo es nada». Aquí nosotros, ya con el<br />
texto de partida para nuestra reflexión, nos detendremos<br />
sólo en la primera de estas soledades, la que aisla<br />
de Dios, con el que no podemos ya «pasear a la brisa<br />
del día» (3,8). Entre Dios y nosotros discurre un mismo<br />
respiro («insufló en sus narices aliento de vida»:<br />
2,7). Existe, incluso, la posibilidad de una comunión<br />
total: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es<br />
comunión con la sangre de Cristo? El pan que partimos,<br />
¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?»<br />
(lCor 10,16).<br />
Pero todo esto puede derrumbarse y sabemos<br />
bien que la Biblia es muchas veces la historia del desgarramiento<br />
de esta intimidad. Es una fractura que<br />
nace sobre todo de la rebelión del hombre que, con<br />
el pecado, quiere construir su loco proyecto alternativo<br />
respecto del de Dios, un proyecto basado en la<br />
violencia, en la injusticia, en la posesión y en la blasfemia.<br />
No obstante, nos detendremos todavía un instante<br />
sobre el otro aspecto de la soledad frente a Dios<br />
no contemplado en nuestro texto, a saber, aquel silencio<br />
de Dios, aquel su «alejar el rostro», aquel su<br />
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aislamiento misterioso e incluso escandaloso. Hay de<br />
ello testimonios lacerantes en muchas páginas de la<br />
Biblia.<br />
Pensamos, por poner un ejemplo, en los cuatro<br />
«¿Hasta cuándo?» que martillean en el Salmo 13 y no<br />
son sino el resumen de los miles y miles de «porqués»<br />
que dirigen al Señor los salmistas. «¿Hasta cuándo,<br />
Señor? ¿Me olvidarás por siempre? ¿Hasta cuándo esconderás<br />
de mí tu rostro? ¿Hasta cuándo he de albergar<br />
afanes en mi alma, pesar en mi corazón, día tras<br />
día? ¿Hasta cuándo prevalecerán sobre mí mis enemigos?»<br />
(Sal 13,2-3). Pensamos en la torrencial protesta<br />
de Job ante un Dios que descubre un rostro monstruoso<br />
a través de los sufrimientos de los inocentes:<br />
«Su rabia me desgarra y me persigue, rechinando los<br />
dientes contra mí. Mi enemigo me mira de soslayo...<br />
Era yo feliz y él me destrozó. Me tomó por la nuca<br />
para machacarme, me hizo blanco de sus flechas. Silban<br />
junto a mí sus disparos, me traspasa los ríñones<br />
sin piedad, esparce por tierra mi hiél. Me infiere herida<br />
tras herida, me va persiguiendo como un guerrero»<br />
(16,9-12-14). «¿Por qué me escondes tu rostro y<br />
me consideras enemigo tuyo? ¿Asustas a una hoja fugitiva?<br />
¿Corres tras la paja seca?» (13,24-<strong>25</strong>).<br />
Pensamos también en aquel silencio de Dios a<br />
que estuvo sometido el mismo Cristo en la última<br />
noche de su vida, con la angustia de la muerte inminente<br />
(«Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz»),<br />
hasta el grito en la cruz, basado en las palabras<br />
de desolación extrema del Salmo 22,2: «¡Dios mío,<br />
Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mt<br />
27,46). Y si este lamento encuentra su puerto en la<br />
luz de la Pascua, no es menos cierto que para muchos<br />
hombres queda sin respuesta. Este silencio se<br />
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