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151-25 - Biblioteca Católica Digital

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año 1989). El poeta indio Tagore nos ha dejado esta<br />

hermosa oración, que podemos hacer nuestra: «Haz,<br />

Señor, que jamás doble yo la rodilla ante el poderoso.<br />

Haz que, ante el opresor, no reniegue jamás de la víctima,<br />

del pobre, del perseguido, porque renegaría de<br />

ti, Señor.»<br />

Pero, aunque el tenor del capítulo 11 del Génesis<br />

es amargo y conflictivo, nuestra lectura no se cierra<br />

sólo con la lucha, con el compromiso, con la fuerza de<br />

la sangre de los mártires. Se abre también a la esperanza,<br />

a la aurora luminosa: Dios, en efecto, no permanece<br />

indiferente al grito de las víctimas e interviene reafirmándose<br />

como Señor único de la historia y del<br />

mundo. Y su intervención es también salvación. Pocas<br />

líneas después de nuestra narración, entra en escena<br />

Abraham, procedente justamente de Mesopotamia,<br />

llevando consigo el eco de una sorprendente palabra<br />

de Dios: «En ti serán benditos todos los linajes de la<br />

tierra» (12,3). La Biblia entera está empapada de la<br />

certeza de que, bajo la acción divina, todos los pueblos<br />

encontrarán unidad y armonía, aunque conservando<br />

siempre la riqueza de sus tradiciones, de sus<br />

lenguas, de sus costumbres. Mientras florecen, desgraciadamente,<br />

formas de cerrazón racial, mientras ciertos<br />

grupos o asociaciones propugnan el rechazo de los<br />

diferentes, de los lejanos, de los inmigrados, la Iglesia<br />

debe insistir, con hechos y con palabras, en que «ya no<br />

hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni libre, ya no<br />

hay varón ni hembra, pues todos vosotros sois uno en<br />

Cristo Jesús» (Gal 3,28).<br />

Dios mismo dará «a todos los pueblos labios puros<br />

para que todos invoquen el nombre de Yahveh y le<br />

sirvan con idéntico esfuerzo» (Sof 3,9). Pero este «esfuerzo»<br />

de Dios no es opresor, sino que «mi yugo es<br />

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llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,30). En aquel día<br />

de paz y de luz «habrá una calzada desde Egipto a Asiría;<br />

los asirios irán a Egipto y los egipcios a Asiría, y<br />

los egipcios practicarán el culto de los asirios. Aquel<br />

día, Israel será un tercero con Egipto y Asiría; y, en<br />

medio de la tierra, una bendición con la cual bendecirá<br />

Yahveh Sebaot en estos términos: ¡Bendito sea<br />

Egipto, mi pueblo, Asiría, la obra de mis manos; e Israel,<br />

mi heredad!» (Is 19,23-<strong>25</strong>). El escenario místico<br />

de Pentecostés (Act 2), en el que se entremezclan todas<br />

las lenguas en una admirable sinfonía, quiere justamente<br />

cancelar la triste presencia de Babel. Y esta<br />

armonía no nace de una colonización cultural, política,<br />

religiosa o espiritual impuesta por la fuerza, sino<br />

de la gozosa efusión interior del Espíritu. Surgirá entonces<br />

la verdadera metro-polis, es decir, la auténtica<br />

«ciudad madre» que acogerá a la humanidad en su seguro<br />

seno. Será la Jerusalén celestial cantada en el<br />

Apocalipsis, contra la que en vano se enfurece Babilonia<br />

(léanse, en este sentido, los caps. 18 y 21 del último<br />

libro bíblico). En ella habitará «una muchedumbre<br />

inmensa que nadie podrá contar, de toda nación,<br />

tribu, pueblo y lengua. Todos estarán de pie ante el<br />

trono y ante el Cordero...» (Ap 7,9).<br />

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