151-25 - Biblioteca Católica Digital
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una violenta tormenta de estío. Apenas ha puesto los<br />
pies en el suelo, celebra un solemne sacrificio de acción<br />
de gracias, sellado con un brillante antropomorfismo,<br />
el de la aceptación por parte de Dios de la<br />
ofrenda a través de aquel «oler» o aspirar el perfume<br />
de las carnes inmoladas (v. 21). Nace así la nueva humanidad<br />
fiel que puebla el mundo reconstruido y recompuesto<br />
en armonía. No es casual que la tradición<br />
cristiana haya leído toda la epopeya del diluvio en clave<br />
bautismal, como símbolo del origen de la humanidad<br />
redimida por las aguas del bautismo: «Fue a predicar<br />
(Cristo) a los espíritus encarcelados, a los que en<br />
otro tiempo rehusaron creer, cuando la paciencia de<br />
Dios daba largas, mientras en los días de Noé se preparaba<br />
el arca, en la que pocos, o sea, ocho personas,<br />
se salvaron a través del agua. Con ella se simboliza el<br />
bautismo que ahora os salva, el cual no consiste en<br />
quitar una impureza corporal, sino en pedir a Dios<br />
una conciencia buena; y todo por la resurrección de Jesucristo»<br />
(IPe 3,19-21).<br />
El autor bíblico de la narración del diluvio, antes<br />
de orientarse hacia la nueva era que se está inaugurando,<br />
lanza todavía una mirada al tenebroso pasado. Y<br />
lo hace mediante una observación esencial sobre la radicalidad<br />
pecadora del hombre, un tema constantemente<br />
repetido en estas páginas del Génesis: «los designios<br />
del corazón del hombre son malos desde su<br />
niñez» (v. 21). La «niñez es entendida aquí como síntesis<br />
de toda la vida adulta y consciente del hombre,<br />
de la que es el manantial. El salmista retrocerá aún<br />
más, hasta el nacimiento mismo, cuando afirma: «En<br />
la iniquidad he nacido y en la maldad me concibió mi<br />
madre» (Sal 51,7). Pero era justamente esta conciencia<br />
de la propia fragilidad pecadora la que hacía surgir la<br />
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esperanza del perdón y la confianza en la acción redentora<br />
de la gracia divina: «Crea en mí, Señor, un corazón<br />
puro y un espíritu recto renueva en mis entrañas»<br />
(v. 12). Un himno de la comunidad judía del Mar<br />
Muerto, que floreció en Qumrán en los días mismos<br />
de Jesús, exclamaba: «¿Qué ser de carne es capaz de<br />
conocer tus maravillas? ¿Qué criatura de barro es tan<br />
grande que ejecute tales prodigios? Se halla en la iniquidad<br />
ya desde el seno materno y hasta la vejez en<br />
una culpable infidelidad. Sé que no procede del hombre<br />
la justicia, ni del hijo de Adán la perfección del<br />
camino: del Dios altísimo son todas las obras de justicia<br />
y el camino del hombre sólo es constante en virtud<br />
del espíritu que Dios ha formado para él.»<br />
Pero preferimos detener nuestra reflexión en el<br />
gran signo del sacrificio que inaugura la nueva historia:<br />
también los relatos mesopotámicos sobre el diluvio<br />
presentaban estos actos de culto como el primer<br />
gesto del héroe una vez liberado de la cárcel de las<br />
aguas y de la prisión del arca. También el sacrificio<br />
agradable a Dios había sido, por otra parte, un componente<br />
importante de la historia de Caín y Abel. Por<br />
todas las páginas de la Biblia —y de manera especial<br />
por las de los profetas— discurre una intensa reflexión<br />
sobre el culto verdadero. Nuestro pasaje, de sabor más<br />
bien arcaico, evoca una teoría compartida por muchas<br />
culturas según la cual se considera el sacrificio como<br />
alimento que el creyente ofrece a la divinidad. El agrado<br />
que experimenta la divinidad se expresa mediante<br />
aquel «oler» complacido. Muy pronto se insistirá, sin<br />
embargo, en la dimensión espiritual de los sacrificios<br />
que agradan al Señor. La teología profética emprenderá,<br />
en efecto, una vigorosa catequesis sobre la liturgia<br />
auténtica.<br />
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