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151-25 - Biblioteca Católica Digital

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ahí que Israel rechazara las estatuas o representaciones<br />

de Dios («No te harás imágenes...», ordena el Decálogo<br />

en Éx 20,4): en el rostro del hermano, por mísero<br />

e insignificante que sea, se esconden las líneas del rostro<br />

de Dios. Cuanto se le hace al hombre, reverbera en<br />

Dios. Las palabras de Cristo añadirán nueva luz:<br />

«Todo lo que hicisteis con uno de estos hermanos más<br />

pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt <strong>25</strong>,40).<br />

Pero intentemos ahondar algo más en nuestro ser<br />

como «imagen» de Dios. Se han propuesto, a lo largo<br />

de la historia de la exégesis, decenas y decenas de interpretaciones<br />

para definir en qué sentido es el hombre<br />

«imagen y semejanza» de Dios. La más popular<br />

—aunque también acaso la menos bíblica— es la que<br />

lo refiere el alma, como escribió ya san Agustín: «Se<br />

dice que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios<br />

a causa de la parte íntima del hombre donde tienen<br />

su sede la razón y la inteligencia. El hombre ha sido<br />

hecho a imagen y semejanza de Dios sobre todo en lo<br />

concerniente al alma.» Sin entrar ahora a valorar las<br />

múltiples alusiones a que el texto bíblico remite en<br />

este caso, subrayaremos aquí un aspecto capital, destinado<br />

a tener especiales resonancias espirituales y existenciales.<br />

Lo encontramos en el interior del v. 27, construido,<br />

de acuerdo con el estilo semita, sobre un paralelismo:<br />

a la definición del hombre como imagen de Dios<br />

corresponde la explanación en el sorprendente paralelo<br />

«varón y hembra». ¿Significa esto acaso que Dios es<br />

un ser sexuado, al que es preciso añadirle una divinidad<br />

femenina, como creían los pueblos del Antiguo<br />

Oriente? La respuesta es obviamente negativa, sobre<br />

todo si se recuerdan las grandes polémicas libradas en<br />

la Biblia contra los cultos de la fertilidad practicados<br />

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por los pueblos indígenas cananeos. Debe buscarse en<br />

otra parte el verdadero significado, sobre todo si se tiene<br />

en cuenta el contexto y la modalidad de las expresiones<br />

de la tradición Sacerdotal de la que ha surgido<br />

esta página de la Biblia. Esta tradición concebía toda<br />

la historia de la salvación sobre la base de una trama<br />

formada de genealogías (Gen 1,28; 2,4; 9,1.7; 17,<br />

2.6.16; <strong>25</strong>,11; 28,3; 35,9-11; 47,27; 48,3-4).<br />

La capacidad de generar se convierte, pues, en la<br />

vía a través de la cual se desarrolla la historia santa:<br />

Dios sigue siendo trascendente, pero lleva a cabo su<br />

salvación entrando en la descendencia humana, en el<br />

tiempo del hombre, que discurre de eslabón en eslabón<br />

a lo largo de las generaciones, de padres a hijos,<br />

de una a otra época. La fecundidad de la pareja humana<br />

es, pues, un signo del Dios creador y salvador.<br />

La humanidad es imagen de Dios en cuanto que es<br />

«varón y hembra»; la verdadera efigie divina, la estatua<br />

viviente de Dios sobre la tierra es la persona humana<br />

en la plenitud masculina y femenina, en su fecundidad,<br />

en su poseer y dar la vida. Descubrimos, pues,<br />

en esta antiquísima página una sensibilidad moderna,<br />

desgraciadamente perdida en los siglos pasados. Para<br />

hablar de Dios, para representarlo, no basta el ser humano<br />

masculino; es necesaria también la mujer. Y el<br />

matrimonio, con su capacidad de generar, se convierte<br />

en símbolo de la obra creadora de Dios y en el instrumento<br />

para el desarrollo de la historia de la salvación.<br />

Tenía mucha razón el escritor ruso Vladimir Soloviev<br />

cuando comentaba: «Todo hombre encierra en sí la<br />

imagen de Dios y reconocemos esta imagen, de modo<br />

teórico y abstracto, en la razón y a través de la razón.<br />

Pero es en el amor donde la reconocemos y la manifestamos<br />

de forma concreta y vital.»<br />

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