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151-25 - Biblioteca Católica Digital

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En realidad, como se repite en estos textos bíblicos<br />

y en otros muchos, la sangre es para la cultura oriental<br />

un símbolo que indica la vida. Por eso, «derramar la<br />

sangre» significa «matar» y es, por tanto, un acto obviamente<br />

condenable: «El que derrame la sangre del<br />

hombre, por el hombre será derramada la suya; porque<br />

a imagen de Dios hizo Dios al hombre» (9,6). La<br />

sangre de los asesinos «clama a Dios desde la tierra»,<br />

como dice el Génesis a propósito de la historia de Abel<br />

y Caín (4,10). Se acostumbraba, por tanto, cubrirla<br />

simbólicamente con arena para hacerla «callar», es decir,<br />

para expiarla. «Derramar y comer sangre» quiere<br />

decir, por tanto, con expresión pintoresca y simbólica,<br />

arrogarse el primado sobre la vida, que no es competencia<br />

humana, sino sólo divina.<br />

El hombre debe respetar, tutelar, venerar la vida.<br />

En este sentido, podríamos decir, de una manera que<br />

sólo en apariencia es paradójica, que las transfusiones<br />

de sangre —en un contexto cultural como el nuestro—<br />

son un modo de cumplir el verdadero mensaje y el significado<br />

profundo del precepto. De hecho, si «no comer<br />

la sangre» significa respetar y amparar la vida, resulta<br />

evidente que las transfusiones son uno de los<br />

modos de seguir el espíritu y no la letra del mandamiento<br />

bíblico sobre la sangre. Tenía razón san Pablo<br />

cuando escribía a los corintios, en la segunda de sus<br />

cartas a aquella comunidad cristiana: «La letra mata,<br />

mientras que el espíritu da vida» (3,6). Los fetichismos<br />

frente a las palabras impiden conocer la Palabra, se<br />

convierten en idolatría y hasta en magia.<br />

Recordemos también que Jesús ha subrayado, con<br />

expresiones muy provocativas, este mandamiento invitando<br />

a sus discípulos a «comer su carne y beber su<br />

sangre» (Jn 6). Estas palabras, pronunciadas en la sina-<br />

182<br />

goga de Cafarnaúm, afirman que se constituye una comunidad<br />

de vida entre Cristo y los creyentes mediante<br />

la comunión con la carne y la sangre del mismo Cristo.<br />

Esta es la señal suprema y sobrenatural de una comunión<br />

de vida que puede y debe manifestarse también<br />

bajo formas más modestas y naturales. Una de estas<br />

formas es la del amor y la preocupación por la vida de<br />

los hermanos. Y este amor puede expresarse a veces<br />

mediante la donación de sangre en el acto clínico de<br />

la transfusión.<br />

Pero volvamos a nuestro texto y al castigo consignado<br />

contra los que «derraman la sangre del hombre»<br />

(v. 6). Este castigo refuerza la solemne declaración de<br />

la soberanía absoluta de Dios respecto de la vida humana:<br />

«Pediré cuenta de vuestra propia sangre, o sea,<br />

de vuestra vida; la reclamaré de mano de cualquier<br />

animal. Reclamaré la vida del hombre de mano del<br />

hombre, de mano de cualquiera, incluso de su propio<br />

hermano» (v. 5). Se martillea tres veces el «reclamaré»:<br />

Dios tiene propiedad absoluta sobre la vida. Y está<br />

pronto a reivindicar toda violación del derecho a la<br />

vida de la criatura humana. Esto es lo que se declara<br />

en la frase rítmica, simétrica y quiástica del v. 6, que<br />

parece ser una antigua fórmula sapiencial de cuño judicial:<br />

«El que derramare la sangre del hombre,<br />

por el hombre será derramada la suya.»<br />

La anterior declaración, según la cual Dios «pedirá<br />

cuentas» o «reclamará» la vida de todo hombre, nos<br />

hace comprender que no nos hallamos aquí ante la<br />

pura y simple ley del talión o de la reciprocidad: quien<br />

mata, será al fin matado por otro en venganza. El<br />

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