151-25 - Biblioteca Católica Digital
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No se debe caer en el masoquismo, el primitivismo o<br />
la retórica ascética, pero el creyente debe saber vivir<br />
con cierto distanciamiento en el mundo admirable de<br />
las transformaciones y las conquistas. Aunque se trata<br />
de un ideal que debe cotejarse en cada instante con el<br />
presente, el cristiano debe albergar una cierta nostalgia<br />
de la libertad absoluta frente a las cosas y las circunstancias,<br />
e incluso frente a las personas y los sentimientos.<br />
Esta es hasta cierto punto la enseñanza de la<br />
pobreza creadora anunciada por Jesús y vivida, como<br />
un signo, en la gran tradición mística. Es famoso el<br />
punto de partida del Relato de un peregrino ruso:<br />
«Soy por la gracia de Dios hombre y cristiano, por acciones<br />
gran pecador, por vocación peregrino de la especie<br />
más miserable, errante de lugar en lugar. Mis<br />
bienes terrenales son una alforja a la espalda con un<br />
poco de pan seco y en el bolso interior de la camisa la<br />
Sagrada Biblia. Nada más.»<br />
El hombre ahito de cosas no sabe ya contemplar y<br />
aguardar, no sabe ya esperar y amar. El hombre reducido<br />
a producto tecnológico, encuadrado en tests,<br />
ofuscado por la publicidad, preocupado sólo por un<br />
cuerpo sano y perfecto, no conoce ya ni la poesía ni la<br />
fe. Es impresionante la imagen del apócrifo Evangelio<br />
de Tomás que describe a Cristo entrando en el mundo<br />
con el cáliz del vino puro de la verdad y encuentra a<br />
la humanidad emborrachada con vino de ínfima calidad.<br />
«Tengo algo que decir, pero nadie a quien decirlo»,<br />
exclama también Jesús en otro antiguo texto apócrifo.<br />
Volvemos a descubrir el amor a través de la<br />
sencillez, el silencio, la pobreza de espíritu, la desnudez<br />
interior. Hay un orgullo del saber y del hacer que<br />
mata espiritualmente. «Yo te bendigo, Padre, Señor<br />
del cielo y de la tierra; porque has ocultado estas cosas<br />
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a sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla»<br />
(Mt 11,<strong>25</strong>).<br />
Una vez más podemos ilustrar esta lección de humildad<br />
y de pureza de espíritu con una parábola. Nos<br />
la hará más viva y fragante y la resumirá en la fuerza<br />
esencial de un símbolo. La narración tuvo su origen en<br />
la antigua sabiduría de los padres del desierto. Se habla<br />
en ella de un joven discípulo, verdadero prodigio<br />
de sabiduría. Los estudiosos buscaban su consejo, sus<br />
conferencias atraían a un gran público, todos se maravillaban<br />
de su cultura. El rey, deseoso de atenerse a<br />
un consejo seguro y acrisolado, fue a visitar un día<br />
a un viejo maestro que vivía en el silencio y apartado<br />
en una zona desértica y le preguntó: «Dime, ¿es cierto<br />
que aquel joven sabe todo cuanto se dice que sabe?»<br />
«A decir verdad —respondió irónicamente el viejo<br />
maestro— habla tanto y hace tantas cosas que no veo<br />
cómo puede encontrar tiempo para saber algo.»<br />
Una ciencia omnipotente es en realidad prepotencia<br />
e ilusión. Y llegamos así al segundo tema, el de la<br />
violencia, que ya ha derramado siniestramente su helada<br />
luz sobre todo el cap. 4 del Génesis, a partir del<br />
crimen de Caín. No tiene nada de casual que la genealogía<br />
que el autor bíblico está trazando sea la cainita.<br />
En El misterio de los santos inocentes, el escritor francés<br />
Charles Péguy pone en boca de Dios este amargo<br />
soliloquio: «Los hombres preparaban tales errores y<br />
monstruosidades que yo mismo, Dios, estaba espantado.<br />
Apenas podía soportar la idea. He debido perder<br />
la paciencia, y soy muy paciente, porque soy eterno.<br />
Pero no he podido detenerme. Era más fuerte que yo.<br />
También tengo un rostro airado.» La violencia asciende<br />
en espiral, y así lo demuestra el canto terrible de<br />
Lámek.<br />
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