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151-25 - Biblioteca Católica Digital

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vida. El matrimonio tiene un valor de símbolo religioso,<br />

como recordará Pablo a los cristianos de Efeso:<br />

«Este misterio es grande; yo me refiero a Cristo y a la<br />

Iglesia» (5,32). Si existe el amor, existe Dios. El amor<br />

es una llama del infinito. No sin cierta paradoja, el escritor<br />

ruso C. Ajmatov insistía en el hecho de que «es<br />

mejor que no se enamore el que está predispuesto a<br />

amar de verdad.» Cristo ha entendido el matrimonio<br />

cristiano con la pureza misma del Génesis: «Lo que<br />

Dios ha unido, no lo separe el hombre» (Mt 19,6).<br />

La espiritualidad bíblica del matrimonio comprende<br />

ciertamente la «corporeidad», es decir, la sexualidad.<br />

Su más puro y vivo testimonio —sin guiños<br />

maliciosos— son los 117 versículos del Cantar de los<br />

cantares. La sexualidad es «muy buena», como se decía<br />

en el cap. 1 (v. 31), en cuanto que ha sido querida y<br />

creada por Dios. El Talmud, el gran monumento de<br />

las tradiciones judías, declara que cuando el hombre<br />

se presente ante Dios tendrá que justificarse incluso<br />

por los placeres lícitos de que se abstuvo. Con razón<br />

afirmaba Lutero que corpus est de Deo, «el cuerpo viene<br />

de Dios», y que appetitus ad mulierem est bonum<br />

donum Dei, que «es también un don de Dios el deseo<br />

que el hombre siente por la mujer». Pero la sexualidad<br />

del ser humano no puede ser fin de sí misma, no puede<br />

ser ciega y cerrada en sí, no puede reducirse sólo a<br />

los aspectos físicos, animales. El hombre debe, en<br />

efecto, intuir en el sexo al eros, es decir, la fascinación<br />

de la belleza, la estética del cuerpo, la armonía de las<br />

criaturas, el esplendor de los sentimientos.<br />

Pero incluso el eros es insuficiente, porque en este<br />

nivel los dos siguen siendo todavía un poco «objeto»,<br />

exteriores el uno al otro. Sólo en la tercera etapa, la del<br />

amor, irrumpe la comunión plena: sólo ésta ilumina<br />

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y transfigura la sexualidad y el eros. En este amor se<br />

aposenta Dios y, con el sacramento, lo consagra de tal<br />

modo que pueda alcanzar una última cumbre, la de<br />

la ágape, la del amor total que se irradia en Dios y en<br />

el prójimo. Sexo, eros, amor, ágape: éste es el itinerario<br />

completo de dos personas convertidas en una sola<br />

realidad. En esta perspectiva podemos resolver y comprender<br />

el versículo acerca de la «desnudez»: «Ambos<br />

estaban desnudos... pero no se avergonzaban» (v. <strong>25</strong>).<br />

Pero muy pocas líneas después leeremos: «Se abrieron<br />

entonces los ojos de ambos, y al darse cuenta de que<br />

estaban desnudos, cosieron hojas de higuera y se hicieron<br />

unos ceñidores» (3,7).<br />

La desnudez de la Biblia representa, casi visualmente,<br />

el límite de la condición de la criatura, esto es,<br />

la situación existencial del hombre y de la mujer.<br />

«Desnudo salí del seno de mi madre y desnudo allí<br />

volveré», exclama Job (1,21; cf. Ecl 5,14). Antes del<br />

pecado, cuando el hombre y la mujer están serenos y<br />

en paz con Dios, aceptan su limitación de criaturas,<br />

saben que su amor es delicado y que se le debe custodiar,<br />

están en paz también consigo mismos, tienen<br />

conciencia de que se necesitan mutuamente, asumen<br />

su dualidad y su recíproca necesidad. El hecho de ser<br />

hombre y mujer les hace comprender que son interdependientes<br />

y no omnipotentes. El pecado, en cambio,<br />

les empuja a «ser como Dios», rechazando sus límites.<br />

Y surge entonces la soberbia, y la vergüenza de «estar<br />

desnudos». El hombre y la mujer contemplan ahora<br />

con pavor su propia realidad de criaturas, ya no se<br />

aceptan tal como son, se ha roto la armonía entre ellos<br />

y con Dios.<br />

El recurso a protecciones ficticias, como las hojas<br />

de higuera, es sólo el signo de la defensa irrisoria de<br />

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