151-25 - Biblioteca Católica Digital
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ción que va in crescendo: «Entonces (Pedro) se puso<br />
a echar maldiciones y a jurar: ¡Que no conozco a ese<br />
hombre!» (Mt 26,74). El abandono es total sobre la<br />
cruz, cuando no sólo «los que pasaban le insultaban»,<br />
y «también los ladrones que habían sido crucificados<br />
con él lo insultaban» (Mt 27,39.44), sino que incluso<br />
el Padre calla: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me<br />
has desamparado?» Y hasta esta última plegaria de<br />
Jesús es mal interpretada: «Algunos de los que estaban<br />
allí decían: Este está llamando a Elias... Vamos<br />
a ver si viene Elias a salvarlo» (Mt 27,47-49).<br />
Precisamente porque la soledad como condena es<br />
insoportable, también Caín se siente conmovido y parece<br />
emprender la senda del arrepentimiento: «Demasiado<br />
grande es mi culpa para que pueda soportarla...»<br />
(v. 13-14). En esta súplica recurre a la misericordia divina,<br />
tras haber sido condenado por su justicia. Y precisamente<br />
en este instante el horizonte se ilumina.<br />
Dios es siempre misericordioso y la segunda y lapidaria<br />
sentencia atempera el rigor de la condena de la justicia<br />
divina. Caín debe expiar, ciertamente, pero ahora se<br />
halla bajo la protección del Señor que lo tutelará contra<br />
toda venganza (v. 15). También el asesino está en<br />
manos de Dios. A ningún hombre le asiste el derecho<br />
a ocupar el puesto de Dios en el juicio último. Ni siquiera<br />
el Estado tiene el derecho de condenar a muerte<br />
a los criminales; la pena de muerte es, por tanto,<br />
un acto que intenta sustituir al Señor único de la vida<br />
y de la muerte. El arrepentimiento es, por supuesto,<br />
un acto humano de conversión, pero es también en sí<br />
mismo un primer gesto del amor de Dios. Lo dice, en<br />
términos sugerentes, un relato biográfico de una mística<br />
islámica del siglo VIII, Rabi'á: «Un hombre dijo a<br />
Rabi'á: He cometido muchos pecados y transgresiones<br />
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graves, pero, si me arrepiento, ¿me perdonará Dios?<br />
Rabi'á contestó: No, tú te arrepentirás si él te perdona.»<br />
El narrador bíblico expone simbólicamente el perdón<br />
y la protección de Dios sobre Caín mediante «una<br />
señal, para que no lo matara quienquiera que lo encontrase»<br />
(v. 15). Tal vez haya aquí una alusión a los tatuajes,<br />
a los peinados o a las insignias con que en Oriente<br />
se distinguen, todavía hoy, las distintas tribus o comunidades.<br />
De todas formas, en este pasaje la señal de Caín<br />
encierra un valor teológico. Es indicio de que Dios se<br />
cuida también de los pecadores. Tras haber condenado<br />
al asesino, Dios no lo abandona a su suerte, sino que<br />
lo acoge bajo aquella suprema jurisdicción a la que pertenecen<br />
todas las vidas. Ocurre muy a menudo que quienes<br />
se dan por bienpensantes no conocen la piedad y,<br />
bajo el barniz de su aparente moderación, revelan instintos<br />
reprimidos de agresividad y reclaman a grandes<br />
voces castigos ejemplares, venganzas oficiales, penas de<br />
muerte. Otros, en cambio, tienen el corazón tan devastado<br />
por el odio que sólo conocen la palabra violencia<br />
y la ley del más fuerte, hasta convertir a la sociedad en<br />
una jungla. En su obra Ricardo II, ilustra Shakespeare<br />
con enorme fuerza esta actitud en un diálogo entre la<br />
reina Ana y Ricardo, usurpador y asesino. Ana: «Por<br />
Dios, incluso las fieras tienen a veces sentimientos de<br />
piedad.» Ricardo: «Pero, precisamente, porque no soy<br />
una fiera, no tengo estos sentimientos.»<br />
Nuestra lectura de la oscura historia de Caín desemboca,<br />
en cambio, en un retrato del Dios «compasivo<br />
y misericordioso, tardo a la ira y rico en gracia y fidelidad,<br />
que guarda su clemencia hasta la milésima<br />
generación; que tolera culpas, transgresiones y pecados,<br />
pero que no deja nada impune y castiga la falta<br />
de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos has-<br />
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