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151-25 - Biblioteca Católica Digital

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de la luz física, pero lo es sobre todo para descubrir el<br />

signo de Dios en ella. «Si tu ojo está sano, todo tu<br />

cuerpo estará iluminado; pero si tu ojo está enfermo,<br />

todo tu cuerpo quedará en tinieblas» (Mt 6,22-23).<br />

Dios ve también la belleza del agua, una criatura al<br />

parecer tan modesta y, sin embargo, tan indispensable.<br />

Más aún, las antiguas cosmogonías estaban convencidas<br />

de que el universo había surgido del agua,<br />

había salido del mar como de su seno.<br />

En su novela Los discípulos en Sais (1798), el escritor<br />

alemán Friedrich Novalis advertía que «no andaban<br />

descaminados los sabios antiguos cuando buscaban<br />

en el agua el origen de las cosas; todas las sensaciones<br />

de placer que experimentamos son tan sólo modos<br />

diversos de dejar correr en nosotros aquella agua<br />

primordial que se halla en nuestro interior. Incluso el<br />

sonido es el flujo de aquel invisible mar universal y<br />

despertar es recobrar aquel reflujo». El gran místico islámico<br />

Rumi (siglo XIII), fundador de los derviches<br />

danzantes de Konya, describía del siguiente modo la<br />

creación en una de sus estrofas: «El mar se cubrió de<br />

espuma, y, al formarse, de cada fleco de espuma algo<br />

tomaba forma, algo tomaba cuerpo.» El agua es el<br />

símbolo ambivalente del caos y de la vida. No es casual<br />

que se distingan las aguas superiores de las inferiores.<br />

Las primeras son la lluvia beneficiosa que desciende<br />

de aquella especie de casquete que era el cielo<br />

según la cosmología antigua; las segundas son las<br />

aguas del abismo, sobre las que se alza la plataforma<br />

terrestre, cimentada en inmensos pilares.<br />

La Biblia contempla con admiración este equilibrio<br />

inestable. En Job se representa al mar como a un<br />

sujeto encarcelado bajo el control de Dios, que le ha<br />

asignado como límite insalvable la línea del litoral:<br />

40<br />

«¿Quién encerró al mar entre puertas cuando nació<br />

pujante del seno materno, cuando le puse una nube<br />

por vestido y le di un nublado por pañales? Y le dije:<br />

Hasta aquí llegarás, no más allá; aquí se romperá el orgullo<br />

de tus olas» (38,8-11). También nosotros, suspendidos<br />

sobre el abismo de nuestra limitación, sabemos<br />

que Dios no nos abandona a la nada y al mal, sino<br />

que vela por nosotros. «Ordena a sus ángeles que nos<br />

custodien en todos nuestros pasos» (Sal 91,11). En la<br />

hora del temor «nos refugiamos bajo la sombra de sus<br />

alas hasta que haya pasado el peligro» (Sal 57,2). Y le<br />

invocamos clamando: «Socórreme, Señor, que ya las<br />

aguas me alcanzan hasta el cuello, que me estoy anegando<br />

en el cieno del abismo, sin poder hacer pie; que<br />

me estoy sumergiendo en las aguas profundas, envuelto<br />

en las corrientes» (Sal 69, 2-3). Y el Creador aparece<br />

en el horizonte haciendo que reencontremos la paz y<br />

la armonía: «Envía de lo alto y me recoge, de las aguas<br />

hinchadas me arrebata» (Sal 18,17).<br />

Dejamos ahora la primera tabla del gran díptico de<br />

la creación. Han desfilado ante nosotros el ser y la<br />

nada, los primeros tres días de la creación y las primeras<br />

cuatro obras divinas (la luz, el firmamento, la tierra<br />

y el mar, la vegetación). La palabra y la mirada han<br />

sido los gestos más nobles y eficaces del Creador; los<br />

gestos que también concede a su criatura más amada,<br />

el hombre.<br />

Sólo el hombre consigue alcanzar los secretos de la<br />

creación. Sólo él puede, como Dios, «llamar» a las cosas<br />

por su nombre, conocerlas, poseerlas, transformarlas.<br />

Sólo el hombre puede coger la mano del Creador,<br />

ver su revelación inscrita en lo creado. Como decía la<br />

hermosa «Canción Tú» de los judíos jasídicos del siglo<br />

dieciocho centroeuropeo: «Dondequiera yo vaya, Tú;

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