151-25 - Biblioteca Católica Digital
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Es necesario, pues, descubrir una espiritualidad<br />
del trabajo que supere la división tradicional entre acción<br />
y contemplación. La errónea interpretación del<br />
célebre pasaje de Marta y María (Le 10,38-42) ha querido<br />
establecer una oposición entre quienes viven en el<br />
monte de la contemplación y aquellos otros que están<br />
inmersos en la llanura de las acciones modestas y cotidianas,<br />
o ha pedido a estos últimos que añadan a sus<br />
trabajos la plegaria, casi como para santificar una actividad<br />
impura y forzosa. En realidad, el trabajo es en<br />
sí mismo participación en la acción creadora de Dios<br />
y debe ser desempeñado con amor y «creatividad», con<br />
la esperanza de realizar un proyecto trazado en el pasado<br />
por el mismo Dios. Es preciso recordar, sin duda,<br />
que el hombre está abierto no sólo a las cosas, sino<br />
también al infinito. Por eso, como dice Jesús a Marta,<br />
se requiere no dejarse dominar por las cosas ni ocuparse<br />
solamente del trabajo, olvidando la «única cosa necesaria»<br />
y absoluta, la de la conciencia en diálogo con<br />
Dios.<br />
El trabajo, como todas las realidades terrenas, es<br />
ambiguo. Así lo testifica el cap. 3 del Génesis, donde<br />
se presenta al hombre como «prisionero del paraíso del<br />
mundo», según el título de una novela del norteamericano<br />
William H. Gass, dedicada justamente al tema<br />
de la ilusión del paraíso tecnológico y de la caída del<br />
hombre en el remolino de la alienación. Pero la vocación<br />
radical de la criatura humana es ser trabajador.<br />
Contra ciertas tendencias exasperadamente espiritualistas,<br />
que envuelven al fiel en las volutas del incienso<br />
y en el dorado capullo del intimismo, resuenan las palabras<br />
de Pablo: «Sólo nos queda exhortaros, hermanos...<br />
a que procuréis llevar una vida tranquila, a que<br />
os dediquéis a vuestros propios asuntos y a que traba-<br />
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jéis con vuestras propias manos, según las instrucciones<br />
que os dimos: para que así os portéis de una manera<br />
honorable frente a los de fuera, y no tengáis necesidad<br />
de nada... Pues incluso cuando estábamos entre<br />
vosotros os dábamos esta norma: el que no quiera trabajar,<br />
que no coma. En efecto, nos han llegado noticias<br />
de que entre vosotros hay algunos que van por ahí<br />
dando vueltas, sin hacer nada y metiéndose en todo.<br />
A estos tales les ordenamos y exhortamos en el Señor<br />
Jesucristo a que, sin perturbar a los demás, trabajen y<br />
coman de su propio pan» (lTes 4,11-12; 2Tes<br />
3,10-12).<br />
Nuestro texto nos sugiere, en el original hebreo,<br />
una singular espiritualidad del trabajo. Efectivamente,<br />
los dos verbos traducidos por «cultivar» y «guardar»<br />
('bd y smr) significan también «servir» y «observar» y<br />
son los dos términos clásicos de la teología de la alianza.<br />
Hay, pues, una alianza con Dios que se expresa en<br />
la actividad cotidiana, en el esfuerzo por transformar<br />
el mundo. En la raíz misma de la historia de la salvación<br />
el hombre es aliado del Creador, del mismo<br />
modo que Israel será más tarde en el Sinaí aliado del<br />
Redentor. Es preciso celebrar una especie de liturgia<br />
del trabajo, dirigida al Señor del cosmos. En ella participan<br />
todos cuantos, por encima y más allá de sus confesiones<br />
religiosas o de su ateísmo, se esfuerzan por<br />
ofrecer pan, bienestar, serenidad a los hermanos: «El<br />
que roba que no robe más —sigue amonestando<br />
Pablo—, sino, por el contrario, que trabaje para que<br />
tenga algo que compartir con el necesitado» (Ef 4,28).<br />
Y sería hermoso, llegados al final de la fatiga de nuestro<br />
trabajo, repetir aquel bellísimo testimonio dejado<br />
como en testamento por el Apóstol: «Vosotros mismos<br />
sabéis que a mis necesidades y a las de aquellos que<br />
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