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151-25 - Biblioteca Católica Digital

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le dirá la vasija el alfarero: Por qué me hiciste así? ¿O<br />

es que no tiene potestad el alfarero sobre el barro para<br />

hacer de la misma masa esta vasija para usos nobles y<br />

aquella otra para usos viles?» (Rom 9,20-21). También<br />

en la diversidad de sus miles y miles de fisonomías, en<br />

la infinita diversidad de sus huellas dactilares, en la<br />

multiplicidad de sus rasgos somáticos, las criaturas humanas<br />

son un reflejo de la creatividad, de la libertad,<br />

del amor divino. Un amor que tiene infinitas facetas<br />

y que se da por caminos sorprendentes e inesperados.<br />

En la tradición judía se hace esta curiosa observación:<br />

«Los hombres, sirviéndose de una sola matriz, acuñan<br />

muchas monedas, parecidas las unas a las otras. El Rey<br />

de reyes, el Santo y Bendito, ha acuñado la forma de<br />

cada hombre con la matriz de Adán. Pero no se encontrará<br />

un individuo igual a otro. Por tanto, cada uno<br />

deberá decir: El mundo ha sido creado para mí.»<br />

Desgraciadamente, la corporeidad es ambigua y<br />

puede «abrumar al alma, la tienda terrena puede<br />

abrumar al espíritu lleno de preocupaciones» (Sab<br />

9,15). Nos hallamos, por supuesto, lejos de la visión<br />

negativa de la cultura griega, que veía en el cuerpo la<br />

tumba del alma. Y no estamos tampoco en la línea dti<br />

célebre poema asirio-babilónico de la creación, el Enuma<br />

E¿¿s, según el cual el hombre está totalmente contaminado,<br />

porque está compuesto de arcilla amasada<br />

con la sangre de un dios rebelde, matado por el dios<br />

creador. En el hombre bíblico resplandece siempre la<br />

nesamah, es decir, el signo divino, el sello de vida y<br />

de espiritualidad impreso por el Señor. Pero el hombre<br />

puede desfigurar este signo infinito y eterno y la<br />

historia posterior que la tradición nos presenta es justamente<br />

la de una traición y un fallo, que brota de<br />

nuestra condición de criaturas, de nuestra limitación,<br />

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de nuestra frágil libertad. El teólogo ruso Pavel Evdokimov<br />

escribía: «O el hombre es ángel de luz, icono<br />

de Dios y semejanza suya, o bien lleva la imagen de<br />

la bestia y se convierte en simio.»<br />

Esta cumbre sobre la que caminamos, suspendida<br />

entre dos abismos, el de la luz infinita y el de las tinieblas,<br />

está representada simbólicamente por el «árbol<br />

de la ciencia del bien y del mal» (v. 9), llamado a desempeñar<br />

una función decisiva dentro de la narración.<br />

Este árbol ha sido colocado en el centro de aquel «bosque<br />

de amor» —para utilizar el título de un famoso<br />

cuadro de Renato Guttuso— que es el jardín del mundo,<br />

el «paraíso», según la versión griega de la Biblia,<br />

es decir, un parque verdegueante y encantador. El árbol<br />

es, por otra parte, un símbolo fundamental de la<br />

literatura sapiencial oriental (véanse, por ejemplo, las<br />

breves composiciones poéticas de Sal 1 y de Eclo<br />

24,12-18), que tiene a menudo entre los ojos un panorama<br />

árido y desnudo, cruzado tan sólo por un tenue<br />

hilo de verdor y de vegetación. En esta situación, el árbol<br />

indica vida, estabilidad, prosperidad, el crecimiento<br />

mismo del hombre y de su cultura. En medio<br />

de los árboles del jardín del mundo se encuentran dos<br />

especies absolutamente desconocidas en los catálogos<br />

de los botánicos. Son, en efecto, árboles simbólicos,<br />

en los que se condensan significados espirituales y humanos.<br />

El primero de ellos es también el más antiguo en<br />

la teología de las civilizaciones orientales antiguas. Se<br />

trata del «árbol de la vida», signo de la inmortalidad<br />

y de la comunión con la divinidad. Pero, aunque en<br />

el relato de la Biblia se mantiene su presencia simbólica,<br />

está oscurecido por otro árbol, que es el realmente<br />

decisivo para el texto bíblico. Se trata del árbol de la<br />

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