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ÉTICA PÚBLICA FRENTE A CORRUPCIÓN

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<strong>ÉTICA</strong> <strong>PÚBLICA</strong> <strong>FRENTE</strong> A <strong>CORRUPCIÓN</strong>.<br />

Instrumentos éticos de aplicación práctica<br />

Asumir este interés podría llevarnos (y así lo propongo) a adoptar un<br />

punto de vista incremental o gradual, el cual parte de la premisa básica de que,<br />

en cualquier momento dado, una persona puede poseer en mayor o menor<br />

medida un atributo determinado, como la inteligencia, el orgullo, la honradez<br />

o la maldad, dependiendo sí de la experiencia o de la práctica intensiva,<br />

pero también de intervenciones externas como el hecho de hallarse ante una<br />

oportunidad o situación especial (cuyo carácter excepcional puede desaparecer<br />

si encontrarse en esa situación se vuelve parte del entorno ordinario del agente).<br />

Esto abona a la visión de que nuestra naturaleza es, en algún sentido,<br />

maleable; puede virar hacia el lado bueno o el lado malo del ser humano. Así,<br />

puede decirse que la línea que separa estos ámbitos es porosa o permeable.<br />

Centrándonos específicamente en la plausible intermitencia y gradualidad de<br />

la maldad (entendida en un sentido amplio), deberíamos considerar seriamente<br />

que todos (sí, tú, yo, el vecino, la profesora, algún familiar, un amigo, etc.),<br />

somos capaces de ella en función de las circunstancias. Considérese, por<br />

ejemplo, el caso de Adolf Eichman, el artífice de la logística de la transportación<br />

de los judíos a los diversos campos de concentración durante el Holocausto.<br />

Inspirándose en este personaje, Arendt acuñó su famosa tesis de la “banalidad<br />

del mal”, misma que hace referencia al hecho de que, en muchas ocasiones,<br />

son precisamente las personas comunes y corrientes -el ciudadano “normal”<br />

o “promedio”, como Eichman era considerado-, quienes se entregan, sin cuestionar,<br />

e incluso, con fervor, a la participación en atrocidades (Zimbardo, 2007).<br />

En otras palabras -y sin que ello implique afirmar que la mayoría de<br />

nosotros sufrimos del denominado “trastorno disociativo de la identidad”-,<br />

es probable que nuestra personalidad no sea constante en el tiempo y en el<br />

espacio como solemos creer. Y es que no somos los mismos cuando trabajamos<br />

a solas o cuando lo hacemos en grupo, cuando nos hallamos en una situación<br />

romántica o en un ámbito educativo, cuando estamos con buenos amigos o<br />

entre una multitud anónima, cuando nos encontramos en el extranjero o en<br />

nuestro lugar habitual de residencia. En suma, las situaciones importan, ya<br />

que, en efecto, sin dejar de interactuar con (y depender de) las características,<br />

tendencias o disposiciones de cada persona, contribuyen determinantemente<br />

a elicitar o extraer de nosotros ciertas maneras de comportarnos, incluidas las<br />

moral y/o jurídicamente reprochables, de las que no pensábamos ser capaces.<br />

Este efecto se vuelve más fuerte, sobre todo cuando se trata de contextos<br />

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