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* * *<br />
Se detuvieron junto al río, a la luz de las estrellas.<br />
Montag miró la esfera luminosa de su reloj sumergible. Las cinco. Las cinco<br />
de la mañana. Otro año pasaba en una sola hora, y el alba esperaba más allá de<br />
la lejana orilla del río.<br />
—¿Por qué confían en mí? —preguntó Montag.<br />
Un hombre se movió en la sombra.<br />
—Basta mirarlo. No se ha visto usted en un espejo últimamente. Además, la<br />
ciudad nunca pensó en organizar una verdadera cacería. Unos pocos mentecatos<br />
con versos en la cabeza no pueden hacer daño a la gente de la ciudad. Ellos lo<br />
saben y nosotros también. Todo el mundo lo sabe. Mientras a la mayoría de la<br />
población no se le ocurra empezar a citar la Constitución y la Carta Magna, todo<br />
andará bien. Basta para eso con la vigilancia de los bomberos. No, las ciudades<br />
no nos molestan. Y usted tiene un aspecto de todos los diablos.<br />
Caminaron a lo largo del río, rumbo al sur. Montag trataba de ver las caras de<br />
los hombres, las viejas caras que el fuego había iluminado, cansadas y<br />
arrugadas. Buscaba una luz, una resolución, un triunfo sobre el futuro, algo que,<br />
aparentemente, no estaba allí. Quizá había esperado que aquellas caras ardiesen<br />
y brillasen, encendidas por el conocimiento, resplandecientes como linternas, con<br />
una luz interior. Pero la luz que había visto antes era la del fuego, y estos hombres<br />
no eran diferentes de cualquier otro que hubiese recorrido un largo camino,<br />
realizado una larga búsqueda, visto las cosas buenas destruidas y ahora, muy<br />
tarde, se uniese a sus semejantes para esperar el fin de la fiesta y ver cómo se<br />
apagaban las lámparas. No podían asegurar que las cosas que llevaban en la<br />
cabeza diesen a todo futuro amanecer una luz más pura, no estaban seguros de<br />
nada, salvo de que los libros estaban archivados detrás de los ojos serenos, que los<br />
libros estaban esperando, con los cuadernillos sin abrir, a los clientes que quizá<br />
viniesen años más tarde, algunos con manos limpias, y otros con manos sucias.<br />
Montag miró de soslayo a uno y otro mientras caminaban.<br />
—No juzgue a un libro por su cubierta —dijo alguien.<br />
Todos se rieron quedamente, siguiendo el curso del río.<br />
Se oyó un chillido y los aviones de la ciudad desaparecieron sobre la cabeza de<br />
los hombres antes de que éstos alzaran la vista. Montag se volvió hacia la ciudad.<br />
Allá abajo, en el río, era ahora un débil resplandor.<br />
—Mi mujer está allí.<br />
—Lo siento. Las ciudades no serán nada bueno en los próximos días —dijo<br />
Granger.<br />
—Es raro, no la extraño. No siento en realidad casi nada de nada —dijo