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Stoneman le mostró a Beatty la tarjeta telefónica de alarma, con la denuncia<br />
firmada, en duplicado telefónico, en el dorso:<br />
Hay motivos para sospechar de la bohardilla.<br />
Calle de los Olmos. N.º 11. E. B.<br />
—Ésa tiene que ser la señora Blake, mi vecina —dijo la mujer leyendo las<br />
iniciales.<br />
—Muy bien, hombres, ¡a ellos!<br />
Y los hombres se lanzaron a una oscuridad mohosa, esgrimiendo unas hachas<br />
de plata contra puertas que estaban, al fin y al cabo, abiertas. Buscaron como<br />
niños, gritando y retozando.<br />
—¡Eh!<br />
Una fuente de libros cayó sobre Montag mientras él subía estremeciéndose<br />
por la escalera de caracol. ¡Qué desagradable! Hasta ese día había sido como<br />
despabilar una vela. Primero llegaba la policía y tapaba con tela adhesiva la boca<br />
de la víctima y se la llevaba atada de pies y manos en coches brillantes como<br />
escarabajos, de modo que cuando uno llegaba encontraba una casa vacía. No se<br />
le hacía daño a nadie, sólo a cosas. Y como realmente no es posible hacer daño a<br />
las cosas, y a que no sienten nada, ni gritan, ni se quejan —como esta mujer<br />
podía comenzar a gritar y llorar—, no había luego remordimientos. Todo se<br />
reducía a un trabajo de limpieza. Un trabajo de portería esencialmente. Todas las<br />
cosas en su lugar. ¡Rápido, el queroseno! ¿Quién tiene un fósforo?<br />
Pero esa noche alguien había cometido un error. Esta mujer había estropeado<br />
el ritual. Los hombres hacían demasiado ruido, riéndose, bromeando, para cubrir<br />
el terrible silencio acusador de allá abajo. La mujer hacía rugir los cuartos vacíos<br />
con sus acusaciones, y esparcía un fino polvo de culpabilidad que se les metía a<br />
los hombres por las narices. No era correcto. Montag sintió una inmensa<br />
irritación. ¡La mujer no debía estar aquí, vigilándolo todo!<br />
Los libros le bombardearon los hombros, los brazos, la cara vuelta hacia<br />
arriba. Un libro voló, casi obedientemente, como una paloma blanca hasta sus<br />
manos, aleteando. A la luz pálida y oscilante apareció una página, como un copo<br />
de nieve, con unas palabras delicadamente impresas. En medio de aquella<br />
agitación y fervor, Montag sólo pudo leer una línea, pero que quedó fulgurando<br />
en su mente como si se la hubiesen estampado a fuego.<br />
El tiempo se ha dormido a la luz de la tarde.<br />
Montag soltó el libro. Inmediatamente otro le cayó en los brazos.<br />
—¡Montag, sube!<br />
La mano de Montag se cerró como una boca, apretó el libro contra el pecho