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Fahrenheit 451 - Ray Bradbury

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Stoneman le mostró a Beatty la tarjeta telefónica de alarma, con la denuncia<br />

firmada, en duplicado telefónico, en el dorso:<br />

Hay motivos para sospechar de la bohardilla.<br />

Calle de los Olmos. N.º 11. E. B.<br />

—Ésa tiene que ser la señora Blake, mi vecina —dijo la mujer leyendo las<br />

iniciales.<br />

—Muy bien, hombres, ¡a ellos!<br />

Y los hombres se lanzaron a una oscuridad mohosa, esgrimiendo unas hachas<br />

de plata contra puertas que estaban, al fin y al cabo, abiertas. Buscaron como<br />

niños, gritando y retozando.<br />

—¡Eh!<br />

Una fuente de libros cayó sobre Montag mientras él subía estremeciéndose<br />

por la escalera de caracol. ¡Qué desagradable! Hasta ese día había sido como<br />

despabilar una vela. Primero llegaba la policía y tapaba con tela adhesiva la boca<br />

de la víctima y se la llevaba atada de pies y manos en coches brillantes como<br />

escarabajos, de modo que cuando uno llegaba encontraba una casa vacía. No se<br />

le hacía daño a nadie, sólo a cosas. Y como realmente no es posible hacer daño a<br />

las cosas, y a que no sienten nada, ni gritan, ni se quejan —como esta mujer<br />

podía comenzar a gritar y llorar—, no había luego remordimientos. Todo se<br />

reducía a un trabajo de limpieza. Un trabajo de portería esencialmente. Todas las<br />

cosas en su lugar. ¡Rápido, el queroseno! ¿Quién tiene un fósforo?<br />

Pero esa noche alguien había cometido un error. Esta mujer había estropeado<br />

el ritual. Los hombres hacían demasiado ruido, riéndose, bromeando, para cubrir<br />

el terrible silencio acusador de allá abajo. La mujer hacía rugir los cuartos vacíos<br />

con sus acusaciones, y esparcía un fino polvo de culpabilidad que se les metía a<br />

los hombres por las narices. No era correcto. Montag sintió una inmensa<br />

irritación. ¡La mujer no debía estar aquí, vigilándolo todo!<br />

Los libros le bombardearon los hombros, los brazos, la cara vuelta hacia<br />

arriba. Un libro voló, casi obedientemente, como una paloma blanca hasta sus<br />

manos, aleteando. A la luz pálida y oscilante apareció una página, como un copo<br />

de nieve, con unas palabras delicadamente impresas. En medio de aquella<br />

agitación y fervor, Montag sólo pudo leer una línea, pero que quedó fulgurando<br />

en su mente como si se la hubiesen estampado a fuego.<br />

El tiempo se ha dormido a la luz de la tarde.<br />

Montag soltó el libro. Inmediatamente otro le cayó en los brazos.<br />

—¡Montag, sube!<br />

La mano de Montag se cerró como una boca, apretó el libro contra el pecho

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