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Fahrenheit 451 - Ray Bradbury

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Era mediodía cuando descendieron los escalones del hotel, con el sol<br />

directamente sobre ellos, y las sombras debajo. Detrás, los pájaros cantaban en<br />

jaulas de bambú, el agua corría en una pequeña fuente. Salían limpios, todo lo<br />

posible, con las caras y las manos lavadas, las uñas arregladas, los zapatos<br />

lustrados.<br />

Del otro lado de la plaza, a doscientos metros, había un pequeño grupo de<br />

hombres a la sombra del alero de un almacén. Algunos eran nativos de la selva,<br />

con brillantes machetes en la cintura. Todos miraban la plaza.<br />

John Webb los miró un largo rato. No son todos, pensó, no es todo el país. Es<br />

sólo la superficie. La delgada piel sobre la carne. No es el cuerpo, de ningún<br />

modo. Sólo la cáscara del huevo. ¿Recuerdas las multitudes, los tumultos, las<br />

manifestaciones en tu propia patria? Siempre lo mismo, aquí o allá. Unas pocas<br />

caras de furia en las primeras filas, y luego, atrás, las caras serenas, los que no<br />

intervienen, los que dejan que las cosas sigan su curso, los que no quieren<br />

complicarse. La may oría no se mueve. Y así unos pocos, un puñado, toman las<br />

riendas y se mueven por ellos.<br />

Miró a los hombres sin parpadear. ¡Si pudiésemos romper esa cáscara! ¡Dios<br />

sabe qué delgada es!, pensó. Si pudiésemos hablar y abrirnos paso a través de<br />

esos hombres y llegar a la gente serena de atrás… ¿Podría hacerlo? ¿Sabría<br />

decirles las palabras apropiadas? ¿Podría evitar los gritos?<br />

Buscó en sus bolsillos y sacó un arrugado paquete de cigarrillos y algunos<br />

fósforos.<br />

Puedo intentarlo, pensó. ¿Cómo lo haría el viejo del Ford? Trataré de hacerlo<br />

de ese modo. Cuando acabemos de cruzar la plaza, comenzaré a hablar, en un<br />

murmullo si es necesario. Y si pasamos lentamente a través de esos hombres<br />

quizá podamos llegar hasta los otros, y nos encontraremos a salvo, en tierra<br />

firme.<br />

Leonora se movió a su lado. Parecía tan lozana, tan bien arreglada a pesar de<br />

todo, tan nueva en medio de aquella vejez, tan sorprendente, que la mente de<br />

Webb se sacudió y vaciló. Se sorprendió a sí mismo mirándola como si ella lo<br />

hubiese traicionado con aquella blancura salina, el pelo maravillosamente<br />

cepillado, las manos limpiamente arregladas, y la boca roja y brillante.<br />

En el último escalón, Webb encendió un cigarrillo, dio dos o tres largas<br />

chupadas, lo arrojó al suelo, lo pisoteó, envió de un puntapié la aplastada colilla a<br />

la calle, y dijo:<br />

—Bien, vamos.<br />

Bajaron el último escalón y comenzaron a caminar alrededor de la plaza,<br />

ante las pocas tiendas que aún permanecían abiertas. Caminaban serenamente.<br />

—Quizá sean decentes con nosotros.<br />

—Esperémoslo.

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