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Fahrenheit 451 - Ray Bradbury

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la derecha. Los faros móviles subieron y bajaron repentinamente e iluminaron a<br />

Montag.<br />

Sigue caminando.<br />

Montag vaciló, apretó con fuerza los libros, y se obligó a no detenerse. Dio,<br />

instintivamente, unos pasos rápidos, luego se habló a sí mismo en voz alta, y<br />

volvió al paso normal. Estaba ahora en medio de la calle. El ruido de los motores<br />

se hizo más alto, como si la velocidad del coche aumentase.<br />

La policía, por supuesto. Me vieron. Pero despacio ahora, despacio; no te<br />

vuelvas, no mires, no parezcas preocupado. Camina, eso es, camina, camina.<br />

El coche se acercaba velozmente. El coche rugía. El coche chillaba. El coche<br />

era un trueno ensordecedor. El coche venía deslizándose. El coche cubría<br />

silbando una recta tray ectoria, como disparado por un rifle invisible. Ciento<br />

cincuenta kilómetros por hora. Ciento ochenta kilómetros por hora. Montag apretó<br />

las mandíbulas. Sintió como si el calor de los faros le quemase la cara, le<br />

retorciese las pestañas, y le bañase el cuerpo en sudor.<br />

Comenzó a arrastrar los pies, como un idiota, y a hablarse a sí mismo. De<br />

pronto perdió la cabeza y echó a correr. Estiró las piernas hacia adelante, todo lo<br />

que pudo, y hacia abajo, y luego volvió a estirarlas, hacia abajo, hacia atrás,<br />

hacia adelante, y hacia abajo y hacia atrás. ¡Dios! ¡Dios! Se le cay ó un libro,<br />

perdió el paso, casi se volvió, cambió de parecer, se precipitó hacia adelante,<br />

gritando en aquella desierta superficie de cemento, con el coche que se<br />

abalanzaba sobre su presa, a cien metros, a cincuenta metros, cuarenta, treinta,<br />

veinte. Montag jadeaba, agitaba las manos, lanzaba las piernas hacia arriba,<br />

hacia abajo, hacia adelante, hacia arriba, hacia abajo, hacia adelante, más<br />

cerca, más cerca, aullando, llamando, con los ojos abrasados y en blanco,<br />

mientras doblaba la cabeza para enfrentarse con los faros resplandecientes.<br />

Ahora el coche se sumergía en su propia luz, ahora era sólo una antorcha que<br />

lanzaban contra él; sólo sonido; sólo luz. Ahora… ¡casi sobre él!<br />

Montag trastabilló y cay ó.<br />

¡Esto es el fin! ¡Todo ha terminado!<br />

Pero con la caída algo cambió. Un instante antes de alcanzarlo, el coche<br />

enfurecido se desvió, alejándose. Montag quedó tendido en la calle, cara abajo.<br />

Fragmentos de risa llegaron hasta él junto con los gases azules del coche.<br />

La mano derecha, extendida, estaba apoy ada en el cemento. En el extremo<br />

del dedo may or vio, al alzar la mano, un hilo negro de un milímetro de ancho por<br />

donde había pasado la rueda del coche. Se puso de pie mirando con incredulidad<br />

esa línea.<br />

No era la policía, pensó.<br />

Miró calle abajo. Estaba desierta ahora. Niños en un coche, niños de todas las<br />

edades, vaya a saber, de doce a dieciséis años, que silbaban, gritaban, lanzaban<br />

hurras y vivas. Habían visto un hombre, espectáculo realmente extraordinario, un

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