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la derecha. Los faros móviles subieron y bajaron repentinamente e iluminaron a<br />
Montag.<br />
Sigue caminando.<br />
Montag vaciló, apretó con fuerza los libros, y se obligó a no detenerse. Dio,<br />
instintivamente, unos pasos rápidos, luego se habló a sí mismo en voz alta, y<br />
volvió al paso normal. Estaba ahora en medio de la calle. El ruido de los motores<br />
se hizo más alto, como si la velocidad del coche aumentase.<br />
La policía, por supuesto. Me vieron. Pero despacio ahora, despacio; no te<br />
vuelvas, no mires, no parezcas preocupado. Camina, eso es, camina, camina.<br />
El coche se acercaba velozmente. El coche rugía. El coche chillaba. El coche<br />
era un trueno ensordecedor. El coche venía deslizándose. El coche cubría<br />
silbando una recta tray ectoria, como disparado por un rifle invisible. Ciento<br />
cincuenta kilómetros por hora. Ciento ochenta kilómetros por hora. Montag apretó<br />
las mandíbulas. Sintió como si el calor de los faros le quemase la cara, le<br />
retorciese las pestañas, y le bañase el cuerpo en sudor.<br />
Comenzó a arrastrar los pies, como un idiota, y a hablarse a sí mismo. De<br />
pronto perdió la cabeza y echó a correr. Estiró las piernas hacia adelante, todo lo<br />
que pudo, y hacia abajo, y luego volvió a estirarlas, hacia abajo, hacia atrás,<br />
hacia adelante, y hacia abajo y hacia atrás. ¡Dios! ¡Dios! Se le cay ó un libro,<br />
perdió el paso, casi se volvió, cambió de parecer, se precipitó hacia adelante,<br />
gritando en aquella desierta superficie de cemento, con el coche que se<br />
abalanzaba sobre su presa, a cien metros, a cincuenta metros, cuarenta, treinta,<br />
veinte. Montag jadeaba, agitaba las manos, lanzaba las piernas hacia arriba,<br />
hacia abajo, hacia adelante, hacia arriba, hacia abajo, hacia adelante, más<br />
cerca, más cerca, aullando, llamando, con los ojos abrasados y en blanco,<br />
mientras doblaba la cabeza para enfrentarse con los faros resplandecientes.<br />
Ahora el coche se sumergía en su propia luz, ahora era sólo una antorcha que<br />
lanzaban contra él; sólo sonido; sólo luz. Ahora… ¡casi sobre él!<br />
Montag trastabilló y cay ó.<br />
¡Esto es el fin! ¡Todo ha terminado!<br />
Pero con la caída algo cambió. Un instante antes de alcanzarlo, el coche<br />
enfurecido se desvió, alejándose. Montag quedó tendido en la calle, cara abajo.<br />
Fragmentos de risa llegaron hasta él junto con los gases azules del coche.<br />
La mano derecha, extendida, estaba apoy ada en el cemento. En el extremo<br />
del dedo may or vio, al alzar la mano, un hilo negro de un milímetro de ancho por<br />
donde había pasado la rueda del coche. Se puso de pie mirando con incredulidad<br />
esa línea.<br />
No era la policía, pensó.<br />
Miró calle abajo. Estaba desierta ahora. Niños en un coche, niños de todas las<br />
edades, vaya a saber, de doce a dieciséis años, que silbaban, gritaban, lanzaban<br />
hurras y vivas. Habían visto un hombre, espectáculo realmente extraordinario, un