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y allá para los anuncios comerciales, y por otras callejuelas hasta la casa<br />
incendiada del matrimonio Black, y así finalmente hasta la casa donde Faber y él<br />
mismo seguirían sentados bebiendo, mientras el Sabueso Mecánico husmeaba los<br />
últimos rastros, silencioso como un objeto flotante y a la deriva que traía consigo<br />
la muerte, y se deslizaba hasta detenerse allí, bajo esa ventana. Y luego, si así lo<br />
quería, Montag podía levantarse, ir hasta la ventana, sin dejar de mirar la pantalla<br />
de televisión, abrir la ventana, asomarse a ella, mirar hacia atrás, y verse a sí<br />
mismo interpretado, descripto, rehecho, allí, retratado desde afuera en la brillante<br />
y diminuta pantalla de televisión, como un drama que podía ser observado<br />
objetivamente, sabiendo que en otras casas aparecía de tamaño natural, a todo<br />
color, ¡en tres perfectas dimensiones! Y si no perdía la cabeza hasta podría verse<br />
a sí mismo un instante antes del fin, mientras el Sabueso le daba la iny ección en<br />
beneficio de quién sabe cuántas familias, agrupadas en sus salas, y a quienes el<br />
frenético aullido de las sirenas de los muros había despertado para que asistiesen<br />
a la gran cacería, la persecución, el espectáculo de feria de un solo hombre.<br />
¿Tendría tiempo de pronunciar un discurso? Cuando el Sabueso lo alcanzase<br />
ante diez, veinte o treinta millones de espectadores, ¿podría resumir esa última<br />
semana en una sola frase o palabra que la gente no olvidase cuando el Sabueso se<br />
diese vuelta llevándolo entre sus quijadas metálicas y se hundiese en la<br />
oscuridad, mientras la cámara inmóvil observaba a la criatura que se perdía a lo<br />
lejos, esfumándose espléndidamente como en un final de película? ¿Qué podía<br />
decir con una sola palabra, unas pocas palabras, que los golpease,<br />
despertándolos?<br />
—Mire —murmuró Faber.<br />
Del helicóptero surgió algo que no era una máquina, ni un animal, algo ni<br />
muerto ni vivo, envuelto en una pálida luz verdosa. Se detuvo junto a las ruinas<br />
humeantes de la casa de Montag y los hombres trajeron un abandonado<br />
lanzallamas y lo pusieron bajo las narices del Sabueso. Se oy ó un chirrido, un<br />
zumbido, un ruidito metálico.<br />
Montag sacudió la cabeza y se bebió el resto de su bebida.<br />
—Es hora. Lamento todo esto.<br />
—¿Por qué lo lamenta? ¿Por mí? ¿Por mi casa? Lo merezco. Huy a, por el<br />
amor de Dios. Quizá pueda detenerlos aquí un rato.<br />
—Espere. No tienen por qué descubrirlo. Cuando me vaya, queme la colcha<br />
de esta cama. Queme la silla del vestíbulo en su incinerador. Frote los muebles<br />
con alcohol. Haga lo mismo con el pestillo. Queme la alfombra de la sala. Ponga<br />
en marcha el acondicionador de aire y échele naftalina, si tiene. Encienda luego<br />
las regaderas automáticas, y riegue los senderos. Con un poco de suerte,<br />
lograremos que pierdan el rastro.<br />
Faber sacudió la mano de Montag.<br />
—Lo intentaré. Buena suerte. Si nos salvamos, escríbame a Saint Louis.