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y no pienses en mí.<br />
—Eso me recuerda algo —dijo Mildred—. ¿Vieron la novela de cinco<br />
minutos con Clara Dove la otra noche? Bueno, era de una mujer que…<br />
Montag no decía nada. Miraba fijamente los rostros de las dos mujeres, así<br />
como había mirado en su infancia las caras de los santos en una iglesia. Las caras<br />
de aquellas criaturas esmaltadas nada habían significado para él, aunque les<br />
había hablado y se había quedado en la iglesia mucho tiempo, tratando de sentir<br />
aquella religión, tratando de averiguar qué religión era, tratando de meterse en<br />
los pulmones bastante incienso húmedo y aquel polvo especial del lugar, para<br />
incorporarlo así a su cuerpo, y sentirse tocado por aquellos hombres y mujeres<br />
de colores y ojos de porcelana y labios rojos como el rubí o la sangre. Pero no<br />
pasó nada, nada; fue como haber entrado en una tienda donde no admitían su<br />
extraño dinero, y aunque tocó la madera, y el y eso, y la arcilla, nada animó su<br />
pasión. Así era ahora, en su propia sala, con esas mujeres que se retorcían en sus<br />
asientos, bajo su mirada fija, encendiendo cigarrillos, echando humo, tocándose<br />
el pelo del color del sol, y examinándose las uñas brillantes, como si éstas<br />
estuviesen ardiendo a causa de la mirada de Montag. Los rostros de las mujeres<br />
parecían fascinados por el silencio. Al oír el ruido que hacía Montag al tragar el<br />
último trozo de comida, se inclinaron hacia adelante. Escucharon atentamente su<br />
respiración febril. Las tres paredes vacías eran ahora como los párpados pálidos<br />
de gigantes dormidos, sin sueños. Montag sintió que si tocaba aquellos párpados,<br />
un fino sudor salado le humedecería las puntas de los dedos. La transpiración<br />
aumentaba con el silencio y el inaudible temblor que crecía cerca y dentro de las<br />
tensas mujeres. En cualquier momento exhalarían un largo y chisporroteante<br />
siseo, estallando en pedazos.<br />
Montag abrió la boca.<br />
Las mujeres se sobresaltaron y se quedaron mirándolo, fijamente.<br />
—¿Cómo están sus chicos, señora Phelps? —preguntó Montag.<br />
—¡Sabe muy bien que no tengo ninguno! ¡Sólo a un loco se le podría ocurrir<br />
tener chicos! —dijo la señora Phelps sin saber muy bien por qué se sentía<br />
enojada con este hombre.<br />
—Yo no diría eso —dijo la señora Bowles—. Yo tuve dos hijos con operación<br />
cesárea. No vale la pena pasar por toda esa agonía. El mundo debe reproducirse,<br />
ya se sabe, debe seguir su curso. Además, los chicos son a veces iguales a uno, y<br />
eso es lindo. Dos cesáreas solucionaron el asunto, sí señor. Oh, dijo mi médico,<br />
las cesáreas no son indispensables; usted tiene una buena pelvis, todo es normal,<br />
pero y o insistí.<br />
—Cesáreas o no, los chicos son una ruina. Tienes poca cabeza —dijo la<br />
señora Phelps.<br />
—Nueve días de cada diez los chicos están en el colegio. Vienen a casa tres<br />
veces al mes; no está mal. Los metes en la sala y aprietas un botón. Es como