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Fahrenheit 451 - Ray Bradbury

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los árboles se quejasen agitados por un viento que pasaba hacia el sur. Montag se<br />

encogió, empequeñeciéndose, con los ojos cerrados. Parpadeó una vez. Y en ese<br />

instante vio la ciudad, en vez de las bombas, en el cielo. Se habían desplazado<br />

mutuamente. Durante otro de esos imposibles instantes la ciudad se alzó,<br />

reconstruida e irreconocible, más alta de lo que había esperado o intentado ser,<br />

más alta que las construcciones del hombre, erigida al fin en gotas de cemento y<br />

chispas metálicas, como un mural similar a un alud invertido, de un millón de<br />

colores, de un millón de rarezas, con una puerta donde debía abrirse una ventana,<br />

con un techo en el lugar de los cimientos, con un costado por fondo. Y luego la<br />

ciudad giró sobre sí misma, y cay ó, muerta.<br />

El sonido de esa muerte llegó más tarde.<br />

Montag, tendido en el suelo con los ojos cerrados por el polvo, un fino y húmedo<br />

cemento de polvo en la boca cerrada, jadeando y llorando, pensó otra vez.<br />

Recuerdo. Recuerdo. Recuerdo algo más. ¿Qué es? Sí, sí, parte del Eclesiastés.<br />

Parte del Eclesiastés y la Revelación. Parte de aquel libro, una parte. Rápido,<br />

rápido ahora, antes de que se borre, antes de que la conmoción desaparezca,<br />

antes de que muera el viento. El libro del Eclesiastés. Aquí está. Se lo recitó a sí<br />

mismo en silencio. Echado cara abajo sobre la tierra temblorosa, repitió sin<br />

esfuerzo las palabras, una y otra vez, y eran perfectas y no aparecía el dentífrico<br />

Denham por ninguna parte. Sólo estaba allí el predicador, de pie en su mente,<br />

mirándolo…<br />

—Ya pasó —dijo una voz.<br />

Los hombres jadeaban como peces sobre la hierba. Se apretaban contra el<br />

suelo como niños que no quieren soltar las cosas familiares, no importa que estén<br />

frías o muertas, no importa qué hay a ocurrido o pueda ocurrir. Clavaban los<br />

dedos en el polvo, y gritaban para que no se les rompieran los tímpanos, para<br />

conservar la cordura, con las bocas abiertas. Montag gritó con ellos, como una<br />

protesta contra el viento que les arrugaba las caras y les torcía las bocas y les<br />

hacía sangrar las narices.<br />

Montag observó el polvo que volvía a depositarse en el suelo y oy ó el enorme<br />

silencio que cubría el mundo. Y allí, acostado, le pareció que veía todas las motas<br />

de polvo, y todas las briznas de hierba, y escuchaba todos los llantos, gritos y<br />

murmullos que recorrían el mundo. El silencio cay ó sobre aquel polvo matizado,<br />

junto con el ocio que los hombres necesitaban para mirar alrededor, para<br />

conservar en la mente la realidad de aquel día.<br />

Montag miró el río. Caminaremos junto al río. Miró las viejas vías del<br />

ferrocarril. O marcharemos por las carreteras ahora, y tendremos tiempo de<br />

aprender cosas nuevas. Y algún día, cuando estas cosas lleven un tiempo con<br />

nosotros, saldrán a nuestras bocas o nuestras manos. Y muchas de esas cosas no

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