ANTROPÓFAGOS NOCTURNOS Por Ingrid Domínguez <strong>La</strong>gunes 36
No puedo más, cada roce con la sábana es un martirio, esa maldita sábana que es nido de miles de bichos con patas velludas como marineros de un puerto olvidado y maldito por la deshonra, patas asquerosas que sirven de marco para cuerpos rechonchos donde almacenaron, almacenan y almacenarán hojuelas de mi piel muerta. Ya no puedo más, esta es la tercer noche en que no logro dormir nada por el terror a esos malditos animalillos demoniacos que se regocijan en mi desgracia, escucho sus risas luciferinas y siento sus deditos subir por mi pie derecho, los malditos dan dos pasos para arriba y uno para abajo como para marcar un danzón de tortura pura. No puedo, no puedo, cada segundo es agonía. Creí que la solución más simple sería zangolotear las piernas de vez en cuando para detenerlos, pero los hijos de puta se reunieron en la esquina derecha de la cama, esa esquina a la que mi capacidad auditiva no llega y lo saben… ¡Oh, claro que lo saben! Para planear la manera de asediarme sin tener que arriesgar sus propios exoesqueletos. Planearon todo por al menos dos noches, noches que disfrute sumergida en la ignorancia de su complot magistral, noches en las que soñé con esos tiempos en los que el conocimiento de parásitos externos se limitaba a expertos de la salud y no a la comunidad en general. Pero el día del ataque casi troyano llegó y los sentí subir la falange distal de uno de los dedos de mi brazo izquierdo. ¡Cerdos inmundos! Ya no hay escapatoria. Subieron de la manera más lenta que pudieron idear en sus cabecitas microscópicas y silbaban lo que parecía una imitación pueril del «cascanueces» mientras jalaban con pausas innecesarias las hojuelas de piel muerta que veían a su paso. Pero el terror nocturno no paro ahí, no señor, decidieron ponerse los pedazos de dermis occisa en el lomo y seguir caminando hasta llegar a mi oído, trayecto que les tomó horas debido a la longitud de mis brazos y el ínfimo tamaño de sus piernitas. Pero llegaron, claro que lo hicieron. ¡Esas bestias! ¡Esos rufianes! Y una vez posaron su set de fiesta liliputiense en el pabellón de mi oído, ahí y solo ahí. ¡Esos bastardos! Comenzaron a masticar a mandíbula tendida poco a poco la piel muerta, toda la noche escuché esos crujidos diminutos acompañados de plática. Lo peor es que podía entender su idioma, charlaban sobre otras casas, otras camas y otros dormidores ignorantes de su situación de banquete, que visitaban de vez en cuando para cambiar de aires. «A esta le falta sal», vocifero uno, haciendo que se me helara la piel, misma que empezó a soltar un sudor frío y abundante. «Probablemente tenga pesadillas», dijo otro, con una voz más atroz. «Tal vez… nos pueda oír», y todos lo acompañaron con carcajadas sobre cargadas de maldad diminuta. «Oye, tú, ¿nos entiendes?» gritó otro, cerré los ojos y apreté los puños, empecé a temblar y a rezar al derecho y al revés las pocas o la única oración que me sabía. Tal vez me desmayé o me desplomé por el agotamiento mental de repetir palabras una y otra vez pero, antes de darme cuenta, estaba durmiendo profundamente. Me dejaron de molestar por dos semanas, dos maravillosas, exquisitas, dichosas semanas de sueños alegres. Pero la dicha no es infinita, oh no, por supuesto que no. Mientras preparaba el desayuno noté un ligero ardor en la parte interna del oído, esa parte impo- 37
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