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La sirena varada: Año 1, Número 5

El quinto número de La sirena varada: Revista literaria.

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Selva de Panamá, 1953.<br />

Oliver Whitman, uno de los arqueólogos<br />

más respetados del<br />

siglo pasado, estaba dormitando en su<br />

casa de campaña, cuando de pronto,<br />

uno de sus ayudantes irrumpió en ella.<br />

—Señor Whitman, ¡encontramos El<br />

Dorado!<br />

Sin pensarlo, Whitman se vistió y<br />

acompañó a su ayudante a la zona de<br />

excavación, ubicada a dos kilómetros<br />

de distancia, en donde un pequeño<br />

grupo de arqueólogos y nativos lo esperaban<br />

a orillas de una cascada.<br />

Whitman quedó boquiabierto en cuanto<br />

vislumbró una gigantesca puerta de<br />

oro detrás de la cortina de agua.<br />

—¿Ya la abrieron? —preguntó a los<br />

presentes.<br />

—No, señor, esperábamos su llegada.<br />

Entonces Whitman, imitando a un<br />

equilibrista y asistido por los nativos,<br />

caminó sobre las rocas hasta llegar a<br />

la entrada de lo que parecía ser una<br />

bóveda. Su asombro creció en cuanto<br />

vio que la superficie de la puerta tenía<br />

códices mayas y códices egipcios.<br />

—¿Qué hacen dos culturas opuestas<br />

en un mismo lugar?<br />

Sus acompañantes se encogieron de<br />

hombros. Parecían más interesados en<br />

lo que había al interior de la bóveda<br />

que en los relieves de la entrada.<br />

Después de un prolongado momento<br />

de excitación por parte del señor<br />

Whitman, éste logró abrir la puerta con<br />

la ayuda de un par de panameños.<br />

<strong>La</strong> bóveda estaba cubierta de oro, y<br />

en el centro, había una gran cantidad de<br />

ofrendas de dicho metal, que rodeaban<br />

un antiguo baúl de madera. Para ese entonces,<br />

panameños, arqueólogos y dos<br />

que tres chimpancés asomaban sus caras<br />

para no perderse de nada.<br />

Todos se preguntaban qué tipo de riquezas<br />

ocultaba el baúl, pero sólo Oliver<br />

Whitman tenía el derecho de abrirla.<br />

El descubrimiento del lugar que todos<br />

creían que era El Dorado se debía<br />

al esfuerzo y financiamiento del mismo<br />

señor Whitman. Y es que la exploración<br />

en distintas partes de Centroamérica era<br />

un proyecto que llevaba diez años sin dar<br />

frutos, por lo que muchos inversionistas<br />

optaron por dejar de apoyar a Whitman.<br />

—Todos los idiotas que me abandonaron<br />

están a punto de darse la arrepentida<br />

de sus vidas —dijo mientras se<br />

aproximaba al baúl.<br />

Ante la mirada expectante de los presentes,<br />

destrabó el seguro que mantenía cerrado<br />

el objeto. Lo que pasó enseguida desató<br />

una tragedia de grandes dimensiones.<br />

En cuanto se abrió el baúl, una densa<br />

columna de humo escapó su interior, abarcando<br />

todo el espacio de la bóveda. Unos<br />

comenzaron a toser y a intentar disipar el<br />

humo. Otros huyeron para refugiarse de un<br />

extraño tufo que se iba intensificando.<br />

—¡Señor Whitman, tiene que salir! —dijo<br />

una voz. <strong>La</strong> silueta de Oliver Whitman apenas<br />

era perceptible a través del humo.<br />

—¡No puede ser! ¡Qué es esto!<br />

Se llevó una gran sorpresa al ver que<br />

en el baúl no había ni momias, ni joyas,<br />

ni pergaminos milenarios, sino una<br />

cantidad increíble de excremento que<br />

se desbordaba por doquier.<br />

—¿Qué hay ahí, señor Whitman?<br />

—Aquí sólo hay kilos y kilos de mierda.<br />

—Salga de ahí, señor, la pestilencia<br />

puede hacerle mal.<br />

Whitman no dijo nada.<br />

—¿Señor Whitman? ¿Me escucha?<br />

Whitman seguía sin responder.<br />

—Iré por usted.<br />

—Demasiado tarde, muchachos —dijo<br />

Whitman, finalmente. Entonces atravesó<br />

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